Pregúntate con sinceridad ante Dios, si es que dices ser su segador: ¿De quién es y a quién pertenece lo que te sobra?
Imaginaos que una familia de los desahuciados de sus casas en España, sin trabajo y sin ingresos de ningún tipo, acudiera al juez y éste diera trámite a su demanda. Sería un acto jurídico interesante, una vista digna de presenciar.
Cuando el demandante pobre pidiera justicia quejándose contra los acumuladores del mundo que guardaban todo en sus graneros, incluso lo poco que debería pertenecerle a él, cuando denunciara que no le dejan participar de los bienes de la naturaleza tierra que le pertenecen ni de ningún otro tipo de bienes a los que él cree tener derecho por ser persona, el juez le aplicaría la legalidad, pero no le haría justicia. Probablemente no podría hacer otra cosa. La fatalidad es que la legalidad no siempre es justa.
Quizás el juez le preguntaría qué es lo que él cree que en justicia le pertenece de los bienes del mundo, de los equipamientos necesarios para vivir. Quizás, al final, al aplicarle el juez la legalidad, le diría como conclusión: Yo, como juez que cumple la legalidad, debo de dar a cada uno lo suyo. Esa es la ley. Desgraciadamente, tú no tienes nada. Ve en paz. Así, el juez, no encontraría ninguna ley para que se le hiciera justicia a este hombre despojado de dignidad y de hacienda. Como si nada le perteneciera de los bienes de la tierra.
Así, la legalidad que protege los derechos de las personas, dista mucho de poder llamarse justicia. Si la justicia realmente consistiera en dar a cada uno lo suyo, debería ofrecer también el derecho a vivir en dignidad, el derecho a salir del no ser de la marginación y de la pobreza, el derecho a la alimentación, a la educación, a la capacitación, al trabajo. Si no, los jueces de este mundo, al dar a cada uno lo suyo, están dejando en el reino del no ser a los que no tienen nada. Para ellos hay legalidad que les excluye, pero no justicia.
Un juez justo debería darse cuenta que cualquier ser humano tiene derecho a la alimentación, a la vivienda, a la dignidad. Por ello debería demandar al mundo. ¡Gran empresa esa de demandar al mundo! De ese mundo injusto y demandado deberían salir muchos imputados a los que, después, se les debería condenar a aprender y comprender que la propiedad privada y la acumulación de bienes tiene un límite. La propiedad privada no puede ser un derecho tan absoluto que deje a millones de seres humanos en la estacada. Cuando hay tantas personas a las que le falta la más mínima participación en los bienes que ofrece nuestro planeta tierra, esos acumuladores deberían ser condenados a no acumular más de lo que necesita para vivir con dignidad cubriendo todas sus necesidades básicas.
Demandemos al mundo. Maldita sea la tierra en la que los jueces no pueden administrar justicia, sino simple legalidad que, en la mayoría de los casos, se ha escrito y se ha plasmado en códigos legales mediatizados por intereses políticos, económicos y de poder. Legalidades que se pueden haber pensado, escrito y ordenado su cumplimiento de espaldas a lo ético y a lo verdaderamente justo.
Un juez justo debería comenzar imputando al mundo para acabar juzgándole. Si hubiera realmente jueces justos que pudieran aplicar la auténtica y verdadera justicia, los valores mundanos se pondrían patas arriba. El juicio al mundo tendría resultados inmediatos. Se haría trizas la legalidad que ampara el ascenso de unos, sean más o menos corruptos, y mira con indiferencia a los sin derechos, a los sin tierra, a los sin techo, a los que pasan hambre. Harían saltar en pedazos toda legalidad humana que ampara las injusticias, y las estructuras económicas de pecado volarían por los aires como afectadas por una gran deflagración. La legalidad que ampara las injusticias del mundo, pasaría a llamarse legalidad injusta, interesada y construida de espaldas a una ética mundial que debería estar teñida de una justicia impregnada por conceptos de misericordia y de projimidad. Caminaríamos hacia un mundo nuevo.
¿Quién te dice o enseña que lo que has acumulado lo has de guardar sólo para ti? Recuerda la parábola del rico necio condenado por la ética bíblica por guardar, acumular y pensar que todo es suyo, incluso su propia alma: “Alma mía, muchos bienes tienes almacenados para muchos años. Come bebe, repósate”. A su lado los que buscan auténtica justicia porque no tienen nada. El Señor le dice que, finalmente, que el acumulador, por su necedad egoísta, se va a quedar hasta sin alma, que se la van a pedir y acabará todo el sentido de lo almacenado. ¿Acaso este rico necio no es símbolo de los opresores del mundo?
Juzguemos al mundo. La legalidad no debería aprobar la acumulación. La justicia auténtica debería destrozar todos los graneros que acumulan desmedidamente aunque sean considerados por la justicia humana como legales.
Demandemos al sistema mundo. La auténtica justicia debe tener prioridad ante los derechos considerados legales que enriquecen a muchos hombres en la tierra y les ciega el entendimiento con las leyes y principios del dios Mamón o dios de las riquezas. La auténtica justicia nos dice que antes que el derecho a las grandes acumulaciones, independientemente de que se les quiera dar coberturas legales o no, está la liberación de tantas personas de la miseria, del hecho de que no tengan nada, de la realidad de que se les robe hasta su propia dignidad humana.
El mundo necesita ser juzgado por un juez justo. Los más ricos, los instalados en la propiedad, los integrados en el sistema de estructuras injustas que empobrecen, deben pensar en que todo aquello que a ellos les sobra a otros les falta. Que lo que les sobra es simplemente el fruto de una injusticia aunque esté cubierta por mil paraguas de legalidad adquiridos ante los notarios que muchas veces dan también fe de la legalidad, pero no de la justicia.
Pregúntate con sinceridad ante Dios, si es que dices ser su segador: ¿De quién es y a quién pertenece lo que te sobra? ¿Quién debe enseñar estos principios de justicia para que al mundo se pueda acercar el Reino de Dios con sus valores? ¿Enseña la iglesia que todos obedezcamos a las vigentes legalidades que quieren dar a cada uno lo suyo sin pensar en los que nada tienen y que gritan implorando justicia y misericordia? ¿Dónde están los profetas que defienden al huérfano, a la viuda, al extranjero y a os oprimidos de la tierra? ¿Quién debe lanzar hoy un grito de denuncia profética en el mundo que se oiga por los cuatro vientos de nuestro planeta? ¿Acaso no deberían ser los que se llaman seguidores de Jesús, máximo profeta entre los profetas?
La iglesia y los cristianos no deberían apoyar las legalidades injustas, las legalidades escritas, hechas y aplicadas de espaldas a una ética mundial que debe cambiar el mundo. Esa es y debe ser siempre la ética cristiana que quizás la tenemos amordazada para defender nuestros intereses y para vivir como los que no tienen esperanza. Nosotros, los cristianos, deberíamos comprometernos con los débiles de la tierra y demandar al sistema mundo con sus injustos valores.
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