El acróbata

Los aplausos preñan de júbilo la estancia. Él, airoso, saluda desde el cielo.

Allá arriba, como una estilizada figurilla de madera sostiene firmemente con sus brazos una pértiga, en tanto sus pies se deslizan suavemente por el alambre.

Se hace el silencio. De pronto todos contienen la respiración alzando las cabezas, prestando suma atención al valiente equilibrista.

Un paso tras otro, estabilidad en los pies, las manos en tensión.

Un traspiés y caerá al suelo desplomándose en la arena para no volver a levantarse. Sabe que su vida depende de ese nuevo paso, por ello no duda, no flaquea, mantiene la mirada al frente y con seguridad sigue su camino.

Abajo, minúsculas cabezas levantadas miran con atención cada uno de sus movimientos, deseando que concluya el trayecto y en un arranque eufórico, devolver al aire los suspiros contenidos, batiendo las manos cual jubilosas alas.

La vida se asemeja mucho a esa difícil trayectoria sobre el alambre.

Todos en cierta manera somos equilibristas que a diario hemos de transitar por un arduo terreno.

Al igual que el acróbata, nuestra marcha ha de ser confiada, sin perder de vista el norte, caminando firmemente hacia el final deseado.

Es tarea costosa evitar el balanceo de la existencia, más que costosa es inevitable, pero saber cuál es nuestra meta nos hace caminar con una mirada positiva, conociendo que pese a los muchos avatares que nos acometen tenemos a nuestro lado el apoyo incondicional de quién mejor conoce el camino, ese ser supremo que nos da el equilibrio justo para no caer.

Mirar hacia adelante. Confiar.

Dejar a un lado aquello que nos condiciona, nos atemoriza, eso que nos mantiene inactivos.

Debemos forjarnos de valor y seguir hacia adelante anhelando ser coronados por su gracia.

Si no nos atrevemos a caminar por la cuerda floja no aprenderemos a depender de Él. Saber que su misericordia es nueva cada día ha de hacernos avanzar entregados, esperanzados.