Una vez a la semana, se reunían en el campo situado en la meseta de la cumbre para pasarlo bien. La subida era libre. La caída, también. Allí acudían la mayoría de sus habitantes, unos con más esfuerzos y otros con menos. Cuando el dictador lo consideraba oportuno, levantaba su báculo de mando y los ponía a todos a cantar el himno propio de la dictadura. Y cantaban. Les animaba a bailar el baile propio de la dictadura. Y bailaban. Les hablaba de lo bien que iba todo. Y le creían. De lo hermoso que era el gobierno de Ysla Complacencia y de lo afortunados que eran. Y así se sentían. Ese día era especial porque se escuchaban muchos “vivas”, muchos “somos los mejores”. Era curioso ver las sonrisas ingenuas de los santos más inocentes, convencidos de que todo era tal y como se lo estaban pintando. Autoconvencimiento casi al 100% diría un experto estadístico (“casi” porque no todos se hallaban en ese estado de euforia).
Las mujeres (perdonen que todavía no les haya hablado de ellas). Las mujeres existían, pero aún no tenían derecho al voto en Ysla Complacencia, y a las que intentaban pedirlo (eso o cualquier otra cosa) se les aplicaba la Ley del Esparadrapo. Ésta era ajustable a todas menos a la esposa del dictador, a pesar de ser la más adecuada para el castigo. Al menor “¡ay!, quítame estas pajas”, se les pegaba un buen trozo en la boca. Punto y aparte y a otra cosa mariposa. Como las susodichas no podían explicar con palabras lo sucedido y el lenguaje de signos no existía porque se interpretaba como algo subversivo (el gobernante y su séquito no conocían más lenguaje que el autoritario, o sea, el suyo), pues era el propio dictador quien explicaba, a quien deseara saber la razón del cerramiento, que el esparadrapo tapaba una herida grave. Así todos contentos y felices.
En Ysla Complacencia, solicitar algo que no fuera conforme a la voluntad o criterio del dictador era considerado como una falta grave y decía públicamente:
—Está persona está muy mal, por eso habla tanto.
Graves estaban muchos de sus habitantes porque a los hombres también se les aplicaba esta ley cuando lo consideraban oportuno.
Las niñas y los niños (perdonen una vez más que todavía no les haya hablado de ellos). Las niñas y niños eran vacunados en cuanto nacían. Vendían las dosis a un módico precio, asequible a todas las familias. Se les convencía de su efecto favorecedor de la salud cuando, en realidad, era una droga que originaba una enfermedad que les dejaba sumidos en un estado de total indiferencia, sin capacidad de decisión alguna.
Lo dicho. En cuanto salían del útero materno, se les administraba una dosis de “Suspensión de la Conciencia”, seguida de otras más cada cierto tiempo para que no se les pasara el efecto. En el prospecto interior rezaba una información equivocada, ya que no advertía de lo que verdaderamente se trataba, ni de los perjudiciales efectos secundarios. Uno de estas consecuencias nocivas era, por ejemplo, llamar “raca” al pan y “verdune” al vino (para oír cosas raras no hay más que estar vivos).
De ahí que, cuando llegaban a la edad adulta, estuvieran completamente convencidos de que su gobernante era el mejor que podían conocer a lo largo y ancho de sus vidas.
Los jóvenes (perdonen que todavía no les haya hablado de ellos). Los jóvenes eran considerados como gente imprecisa. Al ser de “cascarilla”, tenían permiso para salir del lugar y formarse. No obstante, ni eran alentados a hacerlo ni se les despedía con ovaciones puesto que prácticamente no se contaba con ellos para nada. Eran cosa aparte, como un prurito que más que ayudar al régimen se les adivinaba cierta aversión futura.
Algún adulto de inteligencia activa, digamos..., un listillo de esos que evitaban la jeringa sin que el personal sanitario afín al gobierno se diera cuenta, se presentó una vez en el gabinete con la esperanza de iniciar un cambio positivo. Propuso trocarle el nombre al paraíso. Llamar el sitio Isla Demosgracias*. Nada más oír la propuesta, todos los miembros del gabinete de gobierno se reunieron para ponerse en contra:
—¡¿Cómo que vamos a cambiarle el nombre a nuestra Ysla?! ¡¿Cree usted que “Isla Demosgracias” es un nombre que representa a nuestro pueblo?! –gritó a viva voz el dictador.
—¿Y cómo nos llamaríamos sus habitantes? –secundó uno de sus secuaces falto de seseras, demostrando, una vez más, que la curiosidad mata al gato.
—¡¿Y a ti qué te importa? ¡–respondió el dictador con cara de sorpresa.
Ante tal negativa, aquella oferta innovadora pasó a formar parte de la historia. Es más, ni siquiera fue ofertada al voto de los varones complacensianos y el promotor tuvo que huir la noche siguiente con lo puesto, sin que le vieran, como un vulgar delincuente. No era el primero que desaparecía del mapa de Ysla Complacencia, otros muchos y muchas habían tenido que hacer lo mismo a pesar de haber puesto mucho bueno de sus vidas y mucho empeño en aquel lugar. Otros, simplemente fueron expulsados por que resultaban ser fastidiosos.
Las mascotas (perdonen que todavía no les haya hablado de las mascotas). Las mascotas: perros, gatos, ratoncillos, conejos, cobayas y tortugas eran bien aceptados en Ysla Complacencia. Al no tener más relevancia, evito seguir escribiendo de ellas.
Un día, nadie sabe el motivo aún, aunque hay muchas especulaciones, insospechablemente se vieron libres del efecto de la vacuna, quizás porque las últimas partidas no llegaron en las condiciones adecuadas. Se activaron las conciencias suspendidas de muchos habitantes complacencianos. Entonces, empezaron a llamar al pan, pan y al vino, vino..., ¡Dios Santo! Nunca es tarde si la dicha es buena.
Pero, ¡qué les voy a contar yo! Ni falta hace que les confiese el final de este sencillo cuento ya que ustedes tienen sus conciencias bien ágiles y despiertas y saben lo que ocurre cuando se dan estos casos.
La peor enfermedad que podemos contraer es la suspensión de las conciencias
Manuel Rivas
(El lápiz del carpintero)
Glosario:
*Ysla: nombre histórico nada común. El conquistador que la descubrió quería que su terreno fuera completamente singular, tanto en el nombre como en la forma.
*Isla: expresaba para el propulsor de la idea formar parte del mundo, como cualquier otro pueblo, sin distinción de sexos ni razas.
*Demosgracias: significaba que habían sido salvados de la desgracia y empezaban una vida nueva, libre y en consorcio, o sea, graciosamente en democracia.
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