La causa de los no nacidos tiene los componentes necesarios para ser defendida por todo aquél que hace de su bandera la protección de los desamparados, los débiles y los vulnerables.
Marie-Jeanne Roland (1754-1793) ha pasado a la Historia por una frase que pronunció justo antes de ser guillotinada durante el periodo del Terror, cuando la facción extremista dirigida por Robespierre se hizo con el mando en la Revolución Francesa. Ella y su marido formaban parte de un grupo más moderado, llamado los girondinos, que acabó siendo derrotado por los jacobinos. Al subir al cadalso, y ante la estatua de la Libertad que había en la plaza, dijo: '¡Oh Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!' Por supuesto, para los verdugos de Madame Roland su decapitación era una expresión de esa misma Libertad.
Los tiempos no han cambiado, a pesar de la canción de Bob Dylan, y mientras que para unos la derrota del proyecto de reforma de la ley del aborto del gobierno español es una victoria de la Libertad, otros podemos hacer nuestras las palabras de la señora Roland, ante la masacre de seres humanos que está teniendo lugar en medio nuestro. La permanente ignominia con la que han pasado a la Historia algunos nombres en la Revolución Francesa, es la misma con la que van a pasar los protagonistas de esta barbarie actual. Unos por fomentarla activamente y otros por ceder cobardemente ante ella.
Como la defensa de los no nacidos ha sido asumida en España mayormente por la Iglesia católica, automáticamente esa causa queda descalificada ante los ojos de los enemigos de dicha Iglesia. Es decir, no se considera si la causa es en sí justa o no, sino quién es el que la defiende. Si al que la defiende lo consideramos aborrecible, la causa también lo es. Esta lógica, que está gobernada por el odio, no puede nunca ser equitativa ni estar centrada, pues el odio y la ceguera son dos factores que van de la mano. El argumento empleado para el rechazo frontal es que la moral católica no puede imponerse a los que no son católicos. Pero ¿es sólo católica la moral que defiende al más indefenso?
En realidad la causa de los no nacidos tiene los componentes necesarios para ser defendida por todo aquél que hace de su bandera la protección de los desamparados, los débiles y los vulnerables. ¿No era ése el santo y seña de todos aquellos movimientos revolucionarios que convulsionaron a Europa a finales del siglo XVIII y durante todo el XIX, eclosionando en el XX? ¿No había una razón moral suprema guiadora para redimir a los parias que estaban al borde del abismo y librarlos así de la destrucción? ¿No era todo ello señal de humanidad, sensibilidad, solidaridad y progreso social? ¿En qué han quedado todos esos ideales románticos, si no se aplican a la clase de seres humanos que está más necesitada de ellos? El bello discurso sobre igualdad y derechos humanos no resulta ser más que retórica hueca, palabrería y eslóganes propagandísticos. Una gran mentira en toda regla. A eso ha quedado reducida la ideología que hacía gala de estar a la vanguardia social y que presumía de ser distinta a las fuerzas reaccionarias, por erradicar los privilegios y abusos.
Si hay algo por lo que una democracia debe demostrar su superioridad frente a otros sistemas de convivencia, ese algo tiene que ser su valor moral. Tal superioridad no radica en aspectos económicos, porque hay sistemas dictatoriales cuya economía es pujante y próspera. Tampoco consiste en la capacidad disuasoria de su fuerza militar, porque igualmente hay regímenes de terror que están en la primera fila en cuanto a potencia armamentística. ¿Cómo vamos a demostrar a los que usan la violencia indiscriminada que nuestros conceptos son mejores que los suyos, si cuando nos conviene echamos mano de la violencia para quitar de en medio a quien hace acto de presencia en nuestro entorno, porque consideramos tal presencia indeseada? ¿Qué autoridad nos asiste para juzgar y condenar las matanzas ajenas que vemos en la televisión, si catalogamos como derechos las propias que nunca saldrán por la televisión?
El director de cine italiano Giovanni Pastrone (1883-1959) ha pasado justamente a la historia de la filmografía por su película Cabiria, realizada en 1914, en la que de forma grandiosa narra el derrumbe de Cartago en la Segunda Guerra Púnica ante Roma. Una de las escenas, que luego Fritz Lang modificaría para su mítica Metrópolis, es la del sacrifico de los niños en el templo de Moloc, la terrible divinidad adorada por los cartagineses y de la que la Biblia nos habla tambiéni. Ese Moloc representa la perversión por la que erigimos en ídolo lo que no es más que una abominación. Ese Moloc sigue presente hasta el día de hoy y millones lo tienen por dios. Es el materialismo, esa miope noción de que no hay más realidad que lo que puedo ver y tocar. Ese Moloc es el hedonismo, que no permite contrincantes ni competidores en su hegemonía sobre la posesión de nuestras facultades. Ese Moloc es el ego, que se encumbra por encima de todo y de todos, supeditando cualquier norma a su voluntad.
Cartago cayó, como también las otras civilizaciones que dieron culto a Moloc. Los pequeños seres humanos que fueron sus víctimas finalmente se convirtieron en sus verdugos, porque la sangre no expiada clama venganza. Lo mismo nos ocurrirá a nosotros también.
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i Jeremías 32:35
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