Vivimos en un entorno caído y no es el plan de Dios que obliguemos a la sociedad a ser la Iglesia.
Se muere una ley. La prometida reforma de la ley sobre el aborto no va a ver la luz y la razón es que no tiene quien la quiera.
La ley no se aprobará porque hay un sector de la sociedad que consiguió unos logros durante el mandato de gobiernos socialistas y no está dispuesto a ceder un palmo de terreno. Pero la ley tampoco se aprobará porque el sector pro-vida está anclado a una mentalidad constantinista que sigue creyendo que su papel es el de retorcer el brazo de la sociedad y del Estado, que no está dispuesto a nada menos que el aborto cero. Cualquier objetivo menor que ese les parece una traición a los principios fundamentales que sostienen. En esta guerra, no hay territorio intermedio, sólo se puede vencer o ser vencido. La ley tampoco se aprobará porque los gobiernos en lugar de estar anclados a sus electores, a los programas que propusieron y por los que fueron elegidos, a unos ideales y principios, están al vaivén de sus cálculos electorales internos. Por ello una ley como la que planteaba el ministro Gallardón, que quería ser un intermedio razonable, que quería mantener, por un lado, la libertad de la mujer a decidir y que quería, por otro lado, traer el entendimiento de que el aborto es un mal que hay que limitar, no tenía quien la quisiera.
Lo que me preocupa hasta el desasosiego es un rasgo cultural que nos está matando. Los que vivimos en España tenemos un rasgo cultural que impide una vertebración de nuestro país. Nuestro país se construye los unos contra los otros. España se ha construido de victorias y de derrotas. Al enemigo no basta con derrotarle, sino que hay que humillarle. De cierto que hay que borrar incluso la memoria de él, el derrotado deja de formar parte de la historia del país, no aparece en la foto. En el siguiente libro de historia que se escriba no aparecerá su contribución, sino simplemente su derrota. El nombre de sus calles cambiará una vez tras otra para dejar en evidencia que el derrotado no existe. La identidad nacional es una identidad edificada sobre la epopeya de la derrota de los moros, sobre su expulsión posterior, sobre la expulsión de los judíos, sobre el aplastamiento de la Reforma y la muerte o el exilio de los reformados, sobre la pureza de raza, sobre el mito del castellano viejo, etc. Incluso hoy en día cuando se alaba la convivencia de las tres culturas en Toledo se hace a base de pasar sin respirar al lado del marroquí sin papeles acabado de llegar en la patera.
Esta es una de las razones por las que el consenso de los Pactos de La Moncloa, sea un momento único, una referencia solitaria y sin pareja de entendimiento entre los diferentes sectores de la política en busca del bien común. Nosotros no tenemos la tradición, tan común en Europa, de gobiernos de coalición. No hemos tenido ningún gobierno estatal de coalición desde el inicio de la democracia y anteriormente eran una excepción de corta duración. En buena parte de nuestro entorno europeo, aunque con excepciones, cuando hay mayorías absolutas se establecen cuidadosos mecanismos, ya que aún en democracia un gobierno en mayoría absoluta va a implicar lo que su nombre indica, que va a ser absoluto y que va a debilitar el control al que todo gobierno debe ser sometido. En cambio, en nuestro país es la situación más deseable porque es lo que da estabilidad y permite avanzar sin ser rehén de los compromisos.
Cuando nuestros representantes hablan de gobiernos de coalición, su lenguaje descubre la falta de solidez de sus convicciones democráticas. Hacer acuerdos con otras fuerzas para gobernar es hacer concesiones, ser una marioneta de otro partido, no tener suficiente fuerza como para imponer sus criterios, devolver favores, etc. Eso es lo que hay en su bagaje cultural y político. Mientras que en otros países eso es aumentar la base social del gobierno, llegar a amplios acuerdos en los que una masa social más importante esté involucrada, llegar a grandes acuerdos sobre cuestiones fundamentales, etc. En nuestro país el consenso es un contravalor. Dialogar es automáticamente ceder, y ceder en lugar de ser positivo es negativo. Porque ceder es ser vencido y humillado de alguna manera. El diálogo, la concertación, el ceder algo en mi postura para que el otro se sienta escuchado, incluido, representado, sea mayoría o minoría, no forma parte de la cultura social y política de un país. Por ello una ley sobre el aborto y sobre otras tantas materias que no implique la victoria de un sector que tenga la fuerza para imponerse sobre el otro, una ley de consenso en el que todos cedan algo para que el otro sector de la sociedad se sienta escuchado no tiene viabilidad, no tiene base social que la sustente.
Sin querer abrir otro frente, sin ser este el lugar, creo que esta reflexión que hoy se aplica al tema de la reforma de la ley sobre el aborto se aplica también a la forma de afrontar tantos y tantos temas de la actualidad del país, entre ellos el debate territorial.
Cuánto me gustaría que el pueblo evangélico, que bebe de otras fuentes ancladas en el Evangelio y en la Reforma, tuviera otra aproximación a la realidad. Cuanto me gustaría que no nos viéramos atrapados en esta forma de concebir la vida, las relaciones, la cultura y fuéramos contraculturales, con una cosmovisión alternativa que nos permitiera ser una opción distinta, aire fresco, otra mirada para esta sociedad. A veces lamento las voces que piensan que para defender la vida, los derechos del no nacido, etc. la única alternativa es alinearse con el sector católico para salir a la calle y clamar contra el aborto, que eso les parece la esencia de lo que es defender los principios bíblicos y que es traición cualquier postura que entienda que la sociedad no está formada sólo por cristianos, con otros puntos de vista, con los que no estoy de acuerdo, pero con los que tengo que compartir país, legislación, tiempo y lugar.
Si retomásemos las páginas de las Escrituras encontraríamos que el Pueblo de Dios no vive en una realidad separada, el Israel nacional, en un gobierno teocrático en la tierra de Canaán. Que ni siquiera ese es el ideal que nosotros tenemos que perseguir, sino que Jesús nos envió como corderos en medio de los lobos, pero no para que nos convirtamos en lobos, sino para que los corderos venzan con el bien el mal. Que Jerusalén hoy está en medio de Babilonia y que está ahí con una mentalidad misional, para atraer a personas al Reino de Dios a través de la proclamación del evangelio y transformando las estructuras del mal donde estas estén, a través de la persuasión y no de la espada, ni de las cruzadas, ni de la coerción. Que mientras Jerusalén está en medio de Babilonia, nuestro papel es el de ser bendición a la ciudad, no la de obligar a Babilonia a ser Jerusalén; cada día tengo que recordarme que la Iglesia no construirá Jerusalén en la tierra, sino que será Jesús en su venida el que traerá la Jerusalén celestial. Me tengo que recordar que el bien de la ciudad implica que ya Jesús me enseñó que había un criterio muy claro de lo que Dios desea para el matrimonio, que el hombre deje a su padre y a su madre y se una a su mujer, pero que por la dureza de nuestro corazón Dios permitió que en la ley existiera la posibilidad de dar carta de divorcio. Eso no es la voluntad de Dios jamás, pero vivimos en un entorno caído y no es el plan de Dios que obliguemos a la sociedad a ser la Iglesia.
Cómo me gustaría que la Iglesia tuviéramos una comprensión más profunda de nuestro llamamiento a transformar la sociedad a través de la proclamación del evangelio y de la implicación en el área de la transformación de las estructuras estropeadas por el pecado en otras que reflejen los valores del Reino, siendo nosotros mismos un reflejo más claro de la persona y la obra de Cristo. Ejemplos nosotros mismos de la Gracia hacia el pecador. Martin Lloyd-Jones decía que las sociedades sólo serán transformadas cuando lo sean los corazones de los que habitan en ellas. La transformación siempre recorre el camino de adentro hacia fuera. Estoy convencido de que si estuviéramos más conscientes de nuestro llamamiento a hacer la misma misión que trajo a Jesús al mundo seríamos, de forma más evidente, una estructura de credibilidad, influiríamos más en nuestro entorno y podríamos llegar a ser ese cemento que una sociedad invertebrada y enfrentada, necesita.
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