Tras la muerte del director del Banco de Santander, vuelve a resonar una pregunta que formuló Jesús hace casi dos mil años.
Me llega de madrugada y al otro lado del Atlántico la noticia de la muerte de Emilio Botín.
Teniendo en cuenta que, justo el día anterior, he estado pronunciado una ponencia en el congreso de Estados Unidos y que ahora me despiertan a las tres de la mañana de aquí, necesito unos instantes para saber siquiera dónde me encuentro. Pero se trata sólo de unos instantes.
El amigo español que me lo comunica me dice con ironía que le harán funerales de Estado y yo pienso que, teniendo en cuenta el importantísimo cargo de mi informante, sabe lo que dice y no exagera lo más mínimo.
Nieto e hijo de banqueros, Emilio Botín comenzó a dirigir el Banco de Santander en 1986. Con anterioridad, Botín había sido consejero de la misma entidad desde 1960, cuatro años más tarde había sido nombrado director general y en 1971 fue elegido vicepresidente segundo del consejo de administración de la entidad financiera.
En 1994, el Banco de Santander adquirió en subasta pública el Banesto, una operación financiera cuyos últimos entresijos y relaciones con el gobierno socialista de Felipe González quizá nunca llegarán a conocerse. Ese mismo año, el Banco de Santander y el Banco Central Hispano se fusionaron y constituyeron el Banco Santander Central Hispano (SCH). Aunque durante los años de Aznar, el Santander siguió creciendo e incluso dio un notable salto a Hispanoamérica, su nuevo gran despegue coincidió cronológicamente con el regreso del PSOE al poder de la mano de ZP.
Durante esos años, además el Banco de Santander se dedicó a vender compañías españolas a transnacionales extranjeras como cuando vendió 11.650.893 acciones de Cepsa a Elf por un precio de 52.960.000 euros o cuando el 30 de mayo de 2008, cerró la venta de Antonveneta a Monte dei Paschi di Siena por 9.000 millones de euros. Pero quizá la operación más importante fue cuando el 30 de julio de 2009, el Banco Santander y la eléctrica Unión Fenosa vendieron el 37,5 por ciento del capital de la petrolera española Cepsa a IPIC, compañía estatal de inversiones de Abu Dhabi.
De esa manera, un país energéticamente dependiente como España se convertía todavía en más dependiente si cabe. Algún día, alguien contará lo sucedido con España y el petróleo, pero no será hoy y, seguramente, pasarán décadas.
No nos desviemos. En esa misma época, Botín acalló en distintas ocasiones las críticas que se realizaban contra ZP afirmando que no permitía que en su presencia se criticara a alguien que era su amigo. Y es que Botín tenía más que asumido que, efectivamente, en su presencia, no se decía nada que no le agradara.
Por ejemplo, era lo que sucedía en las juntas de accionistas del Santander donde las protestas contra su gestión –algunas ciertamente de extrema gravedad- eran acalladas de forma enérgica y que no admitía la menor duda de quién era el patrón del barco. No se trataba sólo de lo que sucedía en el interior de lo que podría considerarse su casa. Por aquel entonces, el juez Garzón podía dirigirse a Botín por carta llamándole “Querido Emilio” y pidiéndole dinero para actividades privadas consistentes, fundamentalmente, en llevarse al bolsillo el coste de unas conferencias en el extranjero. Así. Porque yo –es decir, Garzón- lo valgo.
También es casualidad que, por esa misma época, una querella presentada contra el Banco de Santander fuera a parar al juzgado de Garzón donde –por supuesto, sin relación alguna con la carta de “Querido Emilio”- resultó desestimada. A Garzón no le pasó tampoco nada.
De todas formas, Botín siempre se llevó bien con los jueces. Por ejemplo, el 4 de diciembre de 2009, el Tribunal Supremo eximió de responsabilidad al Santander por no haber practicado retenciones fiscales en las ganancias obtenidas por sus clientes entre 1988 y 1992 con las cesiones de crédito. No existe paralelo de semejante resolución. Y tampoco debe haber muchos paralelos en España de la fortuna personal que tenía Botín al fallecer. Ya en 2011, la revista Forbes la cifraba en 846 millones de euros. Pero todo esto son sólo algunas pinceladas de un personaje de muchísima más envergadura.
Durante décadas, la sombra de Emilio Botín se ha cernido de manera extraordinariamente poderosa sobre nuestra sociedad. Su poder era superior al de los partidos políticos que le pedían préstamos, ayudas y consejo; al de los medios de comunicación que necesitaban desesperadamente su publicidad para seguir abiertos y que le devolvían agradecidos el favor, y al de, posiblemente, cualquier institución pública quizá con la única excepción del rey.
Pudo actuar sin ningún tipo de límites ni cortapisas, sin prestar la menor atención a los accionistas díscolos y recibiendo tan sólo elogios y parabienes. En radios, televisiones y periódicos su aparición sólo tenía lugar para dispensar alabanzas y jamás sonaba la menor información que pudiera resultarle molesta. A lo sumo que se atrevían era a llamar a su hija Ana Patricia con el mote de “Ana P” y esto sólo de vez en cuando y de manera cariñosa. Imagino que en estos días volverá a suceder lo mismo, pero aumentado aunque no corregido.
Para cualquiera que conozca mínimamente la realidad, sin embargo, una vez más resulta obvio qué poderes controlan realmente España y cómo esos poderes, por regla general, no son elegidos por los ciudadanos sino que más bien los ciudadanos, con pocas excepciones, eligen a aquellos que no están malquistados con esos poderes.
El ciudadano de a pie lo ignora, pero los bancos o la iglesia católica –por citar dos ejemplos palmarios de los que apenas se habla en los medios- han obtenido y obtienen beneficios del presupuesto que equivalen a un porcentaje nada baladí de los impuestos que pagamos, pero raya con lo milagroso que ese tipo de análisis aparezca en algún medio de comunicación por la sencilla razón de que una cosa es lo que se cuenta a la gente y otra – generalmente más importante – la que se le oculta. Y ya se sabe: ojos que no ven, corazón que no siente. O como me decía hace poco un importantísimo político: el pueblo no decide, pero démosle por lo menos la sensación de que sí.
Ahora Emilio Botín ha fallecido. A una edad, por añadidura, relativamente joven. No disfrutará de su fondo de pensiones que, hace ya años, alcanzaba la cuantía de veinticinco millones de euros. Será recordado con seguridad por su familia. Pero ni su poder, ni sus relaciones, ni sus caudales ni el afecto de sus parientes le habrán librado de haberse tenido que enfrentar a la prueba decisiva en el devenir de un ser humano.
Y a estas alturas, de manera especial, para todos nosotros que observamos lo que fue su existencia y que también debemos ordenar la nuestra de la mejor manera posible vuelve a resonar una pregunta que formuló Jesús hace casi dos mil años: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?”.
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