Ahora tengo la grave sospecha de que la nueva, elegida a propósito con poco grosor, está robando mis sueños. Cada mañana despierto vacía, sin nada concreto en el cerebro. Al poner los pies en el suelo me noto atolondrada, como si me hubiese caído desde un tercer piso.
Advierto que, por el contrario, ella está tomando forma. Se la ve más feliz, más satisfecha. Cada día se redondea más y más. Se ensancha hasta tal punto que, por la noche, cuando me acuesto, más que tumbada parece que duermo sentada. Una incomodidad para el lumbago, las cervicales y para mí misma. Tendría usted que ver la cara tan mala que tengo al levantarme. Una vez más, doy gracias a Dios por el invento del maquillaje.
Para explicarle mejor lo que me pasa le digo que, cuando fui a comprarla, aquel hombre me convenció de que el producto era genial. Justo lo que yo necesitaba. Comparándola con una talla de ropa digamos que me vendieron una 36 ó una 38. Así de canija. Así de anoréxica. Lo más nuevo de lo nuevo para camas. Como le digo, precisamente lo que yo quería.
Y toda feliz me llevé la fina almohada a casa. Como si fuera una novia sostenida entre los brazos del novio la noche de bodas, la entré al dormitorio.
Ahora que la estoy tratando me he dado cuenta de que ha resultado ser una almohada vigoréxica que se nutre obsesiva y compulsivamente de mis sueños. En la oscuridad crece, crece y se deforma cada vez más...
Alguna que otra vez me acuesto la siesta con el único propósito de engañarla haciéndome la dormida y oír si suena algo en su interior. Si mis sueños se sienten apretujados o si están contentos y no desean volver a mi cabeza. Las conversaciones se oyen muy lejanas y me cuesta entenderlas. Aguanto la respiración y me concentro en lo que escucho. Pero mi almohada nueva es tan inteligente que empieza a sacudirse creyendo que estoy muerta, “¡Qué sería de mí si ella fallece!”, “¡de qué manera seguiría creciendo!”, frases como estas se las oigo decir en tono de lamento y para no irritarla más de la cuenta, vuelvo a respirar.
Le estoy cogiendo miedo porque noto que, mi almohada, ¡la muy ladrona!, es tan inteligente o más que los electrodomésticos modernos, y al mismo tiempo, está loca. He intentado devolverla pero me piden la factura y no sé dónde la he puesto.
Recuerdo que el vendedor no me gustó a primera vista y debí hacer caso a mi intuición. Quizás esta marca que he comprado esté dando problemas en el mercado de ventas, me vio cara de tonta y me ha vendido gato por liebre.
La ladrona que se ha instado en mi cama bien podría ser otra cosa distinta a lo que ven mis ojos. Eso me han dicho en la consulta los expertos. Antes de la próxima visita el mes que viene, me han pedido que la observe bien, que averigüe si lo que he metido en mi vida es una persona que se dice amiga sin serlo y se ha disfrazado de esa manera para entrar en mi casa, o una religión sin promesas, de esas que te comen el coco y luego no puedes escapar de ella, o un vicio destructor..., algo o alguien a quien inocentemente me he entregado abriéndole la puerta. Dicen que hasta que no lo averigüemos no pueden empezar a buscarme el tratamiento.
Yo, haciendo cuentas de lo que va a costarme todo esto, he pensado otra cosa. Como no quiero complicaciones, he decidido tirarla directamente a la basura y así me ahorro pasar más malos ratos y liarme durante meses con especialistas.
No sé dónde ha colocado usted su confianza, su reposo... dónde acomoda su cabeza. Le advierto que, a veces, ese lugar nos absorbe de tal manera que nos encanija hasta dejarnos el cerebro como la cabeza de un alfiler y mucho más fatigados y desesperanzados que antes. Se lo digo por propia experiencia, acaba de leerlo. Sin embargo, lo único que busco es que, cuando mi persona necesite sosiego, sienta que descansa entre verdes pastos. Me sienta como cercana al frescor y al murmullo de un arroyo cuyas aguas corren tranquilas. Tenga nuevas fuerzas al levantarme y vea claramente cuales son los caminos rectos por donde el Señor quiere conducirme cada mañana...
Eso es lo que quiero, ¿y usted?
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