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¡Ni el de Colón, querida!

(Fábula de la gallina vaga y vanidosa)

Demos gracias al Señor de que el ave de la historia a continuación relatada, no formara parte del enigma que nos obsesiona desde tiempos ancestrales, aún sin resolver: ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? De haber sido ella la primera, su especie no habría llegado hasta nuestros días y por lo tanto, la pregunta anterior jamás nos la habríamos planteado (a lo que añado que todo tiene su parte buena y su parte
TUS OJOS ABIERTOS AUTOR Isabel Pavón 09 DE OCTUBRE DE 2008 22:00 h

Lo cierto es que la gallina de esta breve narración, se creyó muy especial, única e inigualable entre las de su especie. Tenía temperamento. Tenía dominio. Y sin ser persona, tenía personalidad. Como ustedes comprenderán, una gallina con estas cualidades no se dejaría pisar por nadie, y menos por el gallo del corral. ¡Ja!, ¡pronto iba a dejarse! ¿Quién era ese? Bastante tenía ella con despertarse cada madrugada a la hora que a él le apetecía cantar, y apartarse cada vez que él se acercaba a la comida.

Un día de primavera, amaneció con un fuerte presentimiento. Estaba inquieta, tan inquieta que a partir de lo que le ocurrió a media mañana, la vida le cambió por completo. Les hablo de cuando puso su primer, único e incomparable huevo. ¡Qué huevo!, amigos y amigas, ¡qué huevo!, ¡qué huevazo!

Ante los ojos de nuestra gallina, como el suyo no se había visto ninguno, ni se vería jamás de los jamases en su corral ni en otro. Contemplar tal maravilla le hizo pronunciar solemnemente para sus adentros: “Con esto ya he hecho la gran obra de mi vida”, y se prometió pasar el resto de sus años recreándose en ella. Para hacerse notar, se colocó una bombilla intermitente en la cabeza con pilas de larga duración.

“¿Has visto mi huevo?”, decía una y otra vez a todo animal que pasaba cerca. Ellos miraban y lo que veían era algo de lo más normal y corriente: un huevo como todos los huevos, para ser más exactos.

La gallina parecía tan obsesionada que aunque pasaba el tiempo, seguía negándose a poner más, convencida de que si lo hacía, ninguno sería como el primero; además, creía que no tendría suficiente cariño para todos. Este sería su único huevo (perdonen la redundancia)..., ¡oh, y qué huevo (perdonen de nuevo). Pasaba el día mirándolo, recreándose en su figura, enamorándose de su forma y color.

Estaba claro que sus compañeras, ajenas ya por cansancio a nuestra protagonista, continuaban cada día su labor y empezaban a incubar. La gallina de nuestra historia interpretaba esta actitud como muestra de envidia. ¡Envidia y nada más que envidia! Pensaba que lo que andaban buscando era poner un huevo lo más parecido posible al suyo. ¡Están todas locas!, decía en su interior. ¡Estáis locas de remate!, decía a voz en grito, porque pensaba que era bueno no quedarse con lo que pensaba en el buche, y seguía contemplando la belleza de su huevo.

Al parecer, había contraído huevitis, una enfermedad que aunque no lleva a la muerte, la aproxima. Produce trastornos psicológicos y progresivamente va aumentando el ego hasta que este estalla en tonta euforia. Ya había pasado antes. Hacía años habían sufrido una especie de pandemia que, a estas alturas, ya parecía solucionada, pero... En fin, la mayoría conocía el tema y todas estaban curadas de espanto.

Pues tan enamorada estaba, que las semanas pasaban sin darse cuenta y no salía el tan esperado pollo, aquel que nacería destinado a dejar a los demás a la altura de sus patas. Su madre lo iría mostrando como el nacimiento del siglo.

No nacía, pero seguía tan bonito, su color era tan, tan único...

Hubo quienes, con paciencia y respeto, intentaron aconsejar a nuestra gallina, inculcarle un poco de entendimiento, llevarla al psicoanalista... No lo consiguieron.

Los pollitos que nacieron de los otros huevos se acercaban y preguntaban curiosos. La gallina, abriendo sus alas, los espantaba a picotazos. Tenía miedo de que se lo estropearan. Se paseaba en círculos alrededor del nido, unas veces hacia la derecha, otras hacia la izquierda, con el cuello muy estirado, la cabeza muy alta y las alas ahuecadas, como el cowboy a punto de desenfundar sus armas.

El tiempo corría y el huevo permanecía como el primer día. Sin embargo, la gallina continuaba con su afán de mostrarlo a todos los animales propios y extraños. ¡Ay, qué cansina! Los había que procuraban no pasar cerca de su gallinero para no tener que soportar tanta vanidad y tanta historia...

Pero con el fin de no alargarles a ustedes innecesariamente la lectura, pues llegarían a cansarse, evitaré comentar otras discusiones y algunos sucesos que acontecieron además de los ya mencionados, así que daré un salto en el relato pasando directamente al final, cuando la gallina protagonista dijo: “¡Pues cuando se rompa mi huevo ya veréis que pollo más lindo!”. Su propia obsesión se iba convirtiendo en amenaza hacia los demás.

Y llegó el gran día. Se rompió, ¡Dios Santo!, para ser más exactos, explotó sin que nadie siquiera lo rozara. Sucedió un caluroso domingo de aquel verano y el hedor fue tan insoportable que todos los seres vivos que ocupaban el gallinero se trasladaron momentáneamente al otro extremo de la parcela hasta que la brisa hiciera desaparecer aquella nube espesa.

Solo la gallina de nuestra historia permaneció inalterable, mirando su obra, sintiéndose orgullosa, aspirando hondo, desgañitándose: “¡Pero qué bien huele mi huevo!, ¿acaso hay algún otro que se le pueda comparar!”.

No por el mucho gritar, quedan las cosas más claras, bien lo dicen los políticos, y como era de esperar, la paciencia llegó al límite. Todos los miembros del corral, hartos ya, hartísimos de tanta vanagloria, de tanta jactancia y de tanta holgazanería, con ganas de que por fin los dejara tranquilos, respondieron a una lo que desde hacía tiempo venían acordando: “¡Ni el de Colón, querida! Como el tuyo, ¡ni el de Colón!”.

Como es de obligado proceder que los cuentos terminen bien, este no iba a ser menos, mas a diferencia de los que finalizan felices y comiendo perdices, al tratarse aquí de los conflictos producidos en un recinto de animales no me ha parecido ético darle tan criminal cierre, ocurriéndoseme este otro:

Esa misma tarde, con la conciencia limpia y despejada todos hicieron las paces y cantaron juntos las frases improvisadas que se les venían a la mente, cuyo tema principal era la convivencia, los frutos del trabajo, la sensatez que se ajusta a cada cerebro..., etc. Nuestra gallina no cantaba por problemas de garganta, pero se ofreció a tocar en principio algo sencillito: el triángulo.

Su integración y cambios fueron pausados al comienzo, pero a la larga, serían constantes. Grabaron un CD, que llegó a ser el más vendido del verano, perjudicando en gran manera los ingresos y la fama de Georgie Dann. Se siente.

El fruto del trabajo honrado es espléndido, y la raíz del buen juicio no se seca Sabiduría 3:15
 

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