Las puertas de la comisaría nunca cierran. Por desgracia, sea la hora que sea, siempre hay gente. Hace unos minutos ha entrado un hombre. Es de mediana estatura. Le invito a presenciar conmigo lo que va a ocurrir. Tranquilo, no es más que un cuento.
Veamos como nuestro hombre se acerca decidido a formar parte de la cola. Pide la vez educadamente ¿se ha dado cuenta?
Mientras él permanece de pie, usted y yo podemos tomar asiento y observar el ir y venir de la gente que entra y sale con problemas. ¡Qué complicada es nuestra existencia! ¿Ha dicho usted algo?, me había parecido...
Ha transcurrido una hora, ¿sigue ahí, observando conmigo? Gracias.
Tras el reclamo del policía de: “¿Quién es el siguiente?”, le llega, por fin, el turno al hombre de nuestra historia. El agente, con cara de preocupación, se dispone a atenderle. Aproximémonos un poco más, ¡vamos, anímese, no nos ve nadie! Ahora que le tenemos más cerca, notamos que tiene unos 50 años, pelo liso y canoso, peinado hacia atrás, y bigote a lo Errol Flynn. También parece tener la sonrisa simpáticamente burlona del actor, ¿se fijó en eso mientras hablaba con alguna de las personas que, como él, esperan? ¿Está de acuerdo conmigo? Ssssssssss, no conteste. Empieza la conversación con el agente. Escuchémosla.
-Buenas tardes. ¿Qué le ocurre?
-Buenas tardes. Verá, me llamo Juan Lorenzo C. Díaz. Vivo en calle Olvido número 42, primero izquierda, y vengo a poner una denuncia.
-Usted dirá, ¿a quién quiere denunciar?
-A un servidor. Vengo a denunciarme a mí mismo y a entregarme.
El policía levanta la mirada que hasta ese momento tenía distraída buscando algo en el cajón de la derecha. Lo mira con ojos de película de suspense. No sabe como reaccionar, y para hacer tiempo, se pasa la mano por la cabeza en un intento de alisarse el pelo. Deja a un lado el formulario que iba a entregarle a nuestro hombre y cruza los brazos sobre la mesa. Se acerca un poco más, intentando olfatear su aliento sin que este se dé cuenta. Necesita saber si hay signos evidentes de ingesta de alcohol en su sangre. Prosigue con el interrogatorio informal. Continuemos atentos.
-Señor... ¿ ha dicho Juan Lorenzo?
-Sí. Ese es mi nombre.
-Señor Juan Lorenzo, no le entiendo. ¿Cómo es que quiere denunciarse a sí mismo?, ¿por qué dice que viene usted a entregarse?, ¿qué ha hecho?
-Nada. Para ser sincero, todavía no he hecho nada, pero puedo hacerlo de un momento a otro si no me detienen. ¡Arrésteme, por favor! (Nuestro hombre coloca enérgicamente sus manos juntas sobre el escritorio del policía, como esperando que éste acate su orden y le coloque las esposas sin rechistar).
-Lo siento, sin delito no hay arresto. La ley es la ley. Pero... cuénteme un poco más, se lo ruego.
-Quiero tanto a mi mujer que, cuando ella no entiende que todo lo que hago es por su bien, me dan ganas de matarla. Así de claro se lo digo: “Matarla”. Hace tiempo que la idea me viene rondando la cabeza y no puedo sacármela. Por puro cariño la fui modelando entre mis manos. Le fui enseñando todo lo que yo sabía. Era una niña cuando la conocí. ¡Ella para mí es lo primero! (lo dice casi gritando). Lo peor es que no lo comprende. Ha perdido todo el talento que conseguí inculcarle. Está falta de entendederas (se señala la sien con el índice para que, tanto el agente como las personas de la cola que empiezan a prestar atención, entiendan mejor su problema). No concibe mis maneras y se me ha vuelto rebelde, o como dicen en mi pueblo “bravía”. No se deja meter en cintura. Verá usted, (¡pssssss, psssss, no se distraiga!, acerquémonos. Nuestro hombre está apagando un poco la voz) antes no se metía en nada. Lo que yo hacía, bien estaba, y si discutíamos por mi culpa, yo le daba algún dinero para que se comprara algo y ahí se arreglaba todo. Aquí paz y después gloria, y tan contentos. Pero (¿nota como vuelve a subir el volumen, como si quisiera atraer de nuevo la atención de los que esperan?) desde que se ha hecho amiga de unas cuantas fulanas feministas del barrio, ha cambiado. ¡Le han comido el coco! ¡Me la han vuelto del revés y la animan a hacer cursillos, para que aprenda! ¿Qué cree usted que me dice?
-Pues no sé, continúe, por favor, tengo interés en saberlo. (El agente levanta la cabeza. La cola va en aumento. Se da cuenta que la tarde se presenta fea y larga).
-¡Me dice que en casa mandamos los dos! Es más, cuando la cosa va a mayores y le doy, por su bien, un par de hostias en la cara para que razone, se me sube a la parra y me dice que “tiene sus derechos”. ¡¡¡Sus derechos!!! ¡Vaya ejemplo le está dando a las niñas! Y cuando empieza a hablar de esa manera no hay quien calle a la mosquita muerta. Ganas me dan de ponerle un bozal.
-Pero hombre, ¿cómo puede decir esas cosas?
-Déjeme continuar, no me gusta que me interrumpan cuando he cogido el hilo. Mi mujer se me ha vuelto modernamente caprichosa y quiere echar a volar. Dice que quiere salir a la calle a trabajar, buscar algo para ser independiente. ¡Cuánto habría dado yo por encontrar a una mujer como mi madre. Oiga usted, mi madre era como Dios manda: sufrida, siempre sirviendo a los demás. Mi madre no se sentaba nunca. Y su lema era “en boca cerrada no entran moscas”. Pero a esta..., ¡a esta le quiebro yo las alas! Y lo peor no es lo que le he contado. Lo peor es que amenaza con dejarme y eso no se lo pienso consentir, ¿me oye? ¡no se lo pienso consentir! O es para mí o par nadie. Así de claro lo tengo. Arrésteme. Sólo usted puede evitarlo. (Sus palabras suenan como cuchillos ensangrentados, ¿las oye?).
-No podemos arrestarle. Ya se lo dije antes: Sin delito no...
-Lo sé, lo sé, ¡si hasta el gobierno está a favor de ellas! ¡Joder!, sea el partido que sea son capaces de poner el mundo patas arriba con tal de conseguir votos, ¡serán torpes! Ya lo sé. Las reglas son las reglas: Primero tengo que matar a mi mujer y luego vengo y me entregarme a ustedes. Pero mire (dice intentando calmarse sin conseguirlo), siempre me ha gustado llevar la contraria en todo. Así me parió mi madre, que en paz descanse, y no pienso cambiar. Escúcheme. Yo sé que las reglas son las reglas, pero también dicen que en matemáticas, tanto en la suma como en la multiplicación, el orden de factores no altera el producto, y yo le digo a usted que sí, que puede alterarlo. Verá. Mi mujer y yo vamos sumando discusiones; mis palizas, que bien se las merece, se multiplican a diario y el producto es lo que me estoy oliendo: La mato. (En estos momentos el policía mira su reloj. Por la cara que ha puesto debe faltarle unas cuantas horas aún para terminar su turno, ¿se ha fijado?). Pero si usted me detiene, no solo podemos cambiar las reglas matemáticas sino que, además, yo me ahorro pagarle el entierro, ¿me entiende?, bastantes trampas tengo ya. Por eso digo que “el orden de los factores sí podría alterar el producto”.
-No es así, no es así, señor Juan Lorenzo, no se lo tome a mal. Usted sabe que lo que está diciendo es una tontería.
-No lo creo, pero aún si fuera así, toda regla tiene una excepción y esa excepción podría ser yo ¿no van a detenerme antes de cometer el delito? Así se ahorrarían el trabajo de ir a buscarme luego.
-Se lo puedo decir más alto, pero no más claro: Sin delito no hay arresto. Mire, le voy a hablar francamente: Intente adaptarse, hombre, ceda un poco. Los tiempos han cambiado. Usted parece un buen hombre. Es educado. Sincero, mortalmente sincero. Resulta agradable hablar con usted. ¿Por qué no se va a casa y lo arregla todo por las buenas?
-Eso dicen todos mis vecinos, que soy un ejemplo para la comunidad. Pero es pura apariencia, en el fondo no soy así, todo es fachada. Llevo una bestia dentro que me va creciendo por días y me va a traer desgracias.
-Perdone, pero tengo que seguir atendiendo al público. Creo que lo mejor sería que buscasen un consejero matrimonial, quizás pueda ayudarles.
-¿Consejero? ¡Pero hombre, si llevamos treinta años casados y nos conocemos metidos en un saco! Mire usted, mi mujer, la muy estúpida, vive mejor que quiere y así me lo agradece. Hace poco le he puesto la cocina nueva para que se sienta en ella como una reina, ¿sabe usted lo que cuesta una cocina nueva? ¿sabe usted cuánto estoy pagando todos los meses por la dichosa cocina? Y de vez en cuando la saco a comer fuera para que no se me queje. Pues ni por esas le puedo sujetar las riendas. Se me ha puesto insoportable. Atravesadita la tengo en la garganta. ¡Y otra cosa! Cuando llego del club un poco “alegre” me dice que ella no está para jarana, que siempre que traigo ganas voy directamente al grano, y me monta un pollo. Pero, ¿desde cuándo una mujer lleva los pantalones en la casa?, ¿eh?, dígame usted. ¡Y eso me lo hace a mí, que la saqué del barro! Mire usted, mi mujer no sabía lo que era el jamón hasta que se casó conmigo. Pero no me lo agradece. Se pone echa una leona. Yo con poca cosa me conformo. Me basta con que me tenga limpio y las comidas a sus horas. Con eso me basta. ¡Eso sí!, me revienta que se pinte la cara. Se lo tengo prohibido. No soporto que otro hombre la mire. Con que se lave con agua basta. Y tampoco me gusta que salga sola. No está el horno para bollos. ¡Cómo debe ser una mujer decente!, ¡qué leches!
-Insisto, señor Juan Lorenzo en que deben buscar ayuda. Quizá todavía sea posible arreglar su matrimonio. Hombre, hágame caso. Y si después de intentarlo ven que no pueden, sepárense como amigos y en paz. Tengo ya que dar paso a otra persona, discúlpeme.
-¡¡¡¿Separarnos?!!! ¡¡¡¿Ha dicho usted que nos separemos?!!! ¿le he oído bien? Parece que no se entera. Ella es mi mujer y yo la quiero. La quiero a mi manera, pero a toda yegua hay que saber domarla y ella es tan terca que no se deja.
-Lo siento, y perdone que se lo repita: ¡Si no hay delito, no hay arresto, así de claro!
-Está bien, ya me voy, pero nos volveremos a ver las caras. Se lo juro.
El señor Juan C. Lorenzo Díaz, que vive en el 42, primero izquierda de la calle Olvido; de aproximadamente 50 años; mediana estatura; pelo liso y canoso, peinado hacia atrás; bigote a lo Errol Flynn; que también parece tener la sonrisa simpáticamente burlona del actor cuando habla con la gente; que llegó a la comisaría esta tarde a poner una denuncia y esperó su turno; ese hombre que usted y yo llevamos tanto rato observando, en estos momentos sale de nuevo a la calle. Va cabizbajo, murmurando entre los dientes la suerte que tienen los curas por no tener que mantener a nadie. ¿Lo ha oído? ¿Ve usted lo enérgicamente que camina en este momento? Le ruego que permanezca aquí conmigo un rato más. Nuestro hombre va a regresar dentro de un rato con un delito de sangre mortal entre las manos. Entonces será detenido como “presunto” autor del delito hasta que el juez le declare culpable. Mientras tanto, aparecerán en los periódicos nuevos titulares haciéndose eco de una víctima más de la violencia de género.
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