Cada vez que esto ocurría, surgía el avispado que se acercaba al invitado y le hacía la pregunta de rigor:
— Oiga, ¿es usted el que había de venir, o debemos esperar a otro?
En una de tantas ocasiones, el convidado contestó (digo “convidado” porque “convidadas” no había,
¿andeandarían?):
—Pues, no sé qué decirle. He llegado, luego..., estoy. Ahora, si soy o no soy..., ustedes dirán. Y tosió.
— ¡Amén!, dijo convencido el preguntante. Y ofreciéndole un caramelo Pictolín continuó.
— Entonces, usted es nuestro enviado, estoy seguro (y digo “enviado” porque “enviadas” no había, ¿
andeandrían?). Dígame hermano, y perdone mi insistencia, ¿trae usted algún don espectacular guardado en la manga, o debemos buscarlo en la manga de otro?
— Déjeme pensar. A ver..., a ver..., parece que sí. Hay algo por aquí..., algo por allá... ¡Sí! ¡Mire! Aquí hay algo –dijo con una gran sonrisa, estirando el brazo y mostrando un sermoncito de brillantes colores– ¿será de su interés?
— Vamos a probar. Suba al púlpito y dele rienda suelta. Le escuchamos, ¿quiere otro caramelo? La gente comienza a impacientarse, ¿ve usted como se frotan las manos? Hoy están con los cinco sentidos despiertos. Los asientos a tope. Ande, ande, lúzcase y no tenga prisa por terminar. Ya comprobará que aquí hay aguante de sobra.
Pues bien, casi siempre ocurría lo mismo. El predicador invitado subía al púlpito, daba una enseñanza espectacular sobre los provechos que trae ser cristianos y al finalizar hacía un llamado para que se acercaran todos los necesitados de milagros (y digo “llamado” porque “llamada” no se hacía,
¿andeandarían?).
— Hermana (y digo “hermana” porque la gran mayoría de los asistentes que se acercaban eran mujeres), dígame qué milagro necesita. No se corte.
— Estoy algo resfriada, ¿cree usted que el Señor querrá curarme?
— Le advierto que de algo hay que morir, no pretendamos quedarnos aquí toda la vida. La edad es la edad y veo que usted no es una niña... Es nuestra obligación dejar hueco a los que vienen empujando detrás. Imagínese si...
— Ya lo sé, ya lo sé. Pero yo lo que quiero es curarme, ¿no podría...?
— Oremos entonces para que se produzca el milagro.
Y el predicador, sin soltar el micrófono, oraba por la sanidad de la hermana. De ahí pasaba al siguiente:
—¿Qué le pasa a usted?, cuente, cuente...
— Verá, cada domingo cuesta más encontrar aparcamiento por los alrededores de la iglesia. La cosa se ha puesto imposible. Hoy, por ejemplo, cuando por fin vi un sitio libre, se me adelantó uno de los ancianos de la iglesia y me lo quitó. Me dio apuro decirle que yo lo vi primero.
—¿Ha probado a levantarse más temprano?
— Para qué, si Dios es grande!
— Profunda es su fe, hermano. Oremos pues para que se produzca el milagro.
Una hermana se abrió paso a codazos, e igual que el anciano con el aparcamiento, se coló ante todos los que esperaban acomodándose en primera fila.
—¡Eh, hermana!, que se ha colado y yo estoy antes, ¿ha pedido la vez?, dijo alguien.
—¡No! ¡Y qué! He venido en cuanto me he enterado de que hoy aquí hay novedades. Me han dicho que ya se puede pedir lo que una quiera, que hasta las catorce horas hay milagros disponibles, hasta agotar existencias, claro. ¿Sabe alguien si el que despacha es enviado directo de Dios? Yo de Dios me fío pero si no, prefiero venir otro día... Y punto.
—¿Cuál es su necesidad, hermana?, la veo muy nerviosa, comentó el predicador invitado con intención de evitar la discusión.
—¡Ore por mí!
— Usted dirá el motivo.
— He estado a punto de caerme varias veces por las escaleras del bloque. Me doy cuenta de que no veo bien.
— ¿Ha ido al oculista? Esta semana, en la mayoría de las ópticas, están dando dos gafas al precio de una. Lo he visto en los carteles publicitarios cuando venía hacia aquí.
— ¿Piensa que no tengo fe en Dios? Ni una Aspirina compro, ¿por quién me toma usted?
Después de orar por ella preguntó por el siguiente de la cola. Era un hombre alto y tan delgado que parecía una caña a punto de partirse.
— Y a usted..., ¿le pasa algo?
— Si no me pasara no estaría aquí. Lo mío es lo peor de lo peor. Lo mío es grave, mucho más que cualquier cosa que le puedan estar contando los demás.
— ¿Está enfermo?, ¿le duele algo?, ¿qué milagro necesita?
— El alma. La tengo hecha polvo. Me duele cada vez que hablo en lenguas. Yo tengo ese don, hablo con fluidez idiomas desconocidos.
— Y..., ¿cuál es el problema?
— El Señor me ha dado ese don y no ha puesto interpretes que descifren el enigma. ¿Puede usted hacer algo para que yo consiga que alguien se levante cuando yo termine de decir lo que tengo que decir y se lo aclare al vulgo?
...Así, así se iban sucediendo, unas tras otras, las peticiones de oración en la iglesia donde se ponía la mirada en los poderes impactantes que algunos desconocidos traían en sus manos, pues no confiaban en los dones que el Señor repartía entre ellos de forma habitual.
Los predicadores que venían de fuera siempre eran recibidos con alegría, ya que oraban por la congregación de una manera especial, como quienes no tienen nada que perder porque, al fin y al cabo, no se quedarían para ver los resultados. La misión de ellos era festivo, satisfacer la sed de prodigios de los congregados. Por supuesto, esto se notaba luego en las ofrendas. Se daba con alegría, como Dios manda.
Los pastores locales no sabían resolver el asunto de los milagros como era debido. Eran torpes en esto, no sabían venderse. De ahí que cuando venía un predicador de fuera, las reuniones se prolongaban y se prolongaban y la gente solía desmayarse durante la oración final, no por obra del Espíritu Santo sino por falta de oxígeno en el local.
Aquél día del que hablo ocurrió algo muy especial. Al finalizar el culto, antes de que se anunciara la última canción que cerraba el acto, se oyó una voz celeste. Una voz que no salía de los altavoces porque no fue pronunciada por ninguno de los micrófonos que se hallaban conectados a la corriente.
Aquella voz se entendió perfectamente y no necesitó interpretación alguna: ¡¡¡¿Qué vinisteis a recibir de mí?!!!, ¡¡¡¿Qué vinisteis a comprar?!!!
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