Mató a Svetlana. Porque era suya

Allí estaban. Una tarde más. Un hombre más y una mujer más, delante de una cámara más.

Habían finalizado la relación pero él insistía en continuarla y como si de su diosa particular se tratase, le pidió de rodillas matrimonio: Te quiero, la vida es sólo una y la quiero vivir contigo. Ahora sabemos lo que realmente quiso decir: Te cases o no te cases conmigo te mataré cualquier día porque eres mía y no te va a librar nadie.

Ella, conociendo el percal, lo rechazó con un “NO” rotundo.

Pobre mujer, había acudido a una trampa mortal, ¡con lo que ya cargaba en sus espaldas! Tenía los días contados. Iba a la carrera hacia su muerte. Los dos lados de la moneda de su vida corrían la misma suerte: Morir. Estaba sentenciada. Él la había condenado.

Quizás era consciente de su peligro y no sabía cómo evitarlo, o quizás no, ya que había rechazado una orden de protección. Lo que sí es probable es que en aquellos instantes se sintiera victoriosa. Había sido capaz, una vez más, de decir “NO”, y esta vez ante la sociedad entera.

El presunto asesino, previamente maquillado en camerino, mostraba su mejor apariencia: tierno, guapetón, sinceramente enamorado... Sabía perfectamente la careta que debía lucir, y la que no debía lucir, también.

Ante tal escena de rendición, ¿quién habría dicho que pocos días más tarde ella estaría muerta, su hijo de dos años huérfano y él detenido? Estas dos personas, hombre y mujer, sentados frente a las cámaras, ofrecían dos paisajes diferentes. La cara de ella descubría su interior. Ni quiso ni supo disimularlo.

Si yo hubiera estado presente, seguramente él me habría parecido un príncipe azul de cuentos, habría aplaudido su actitud. y no habría entendido la negativa tajante de la elegida. Este tipo de espacios hace que los observadores nos proclamemos jueces. Salvemos o condenemos según nuestro parecer. Perdemos el norte.

¿Cuántos criminales quedan sueltos? ¿Cuántas mujeres más van a morir asesinadas? Ruego a Dios que les abra a tiempo los ojos, que les dé discernimiento, que sepan retirarse en el momento oportuno de las garras de sus maltratadores y asesinos.

Se llamaba Svetlana, y era rusa.

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