Con este ejemplo me refiero a los cristianos convencidos de que si para que alguien crea en el Señor hay que mentir, se miente. El tiempo apremia.
El celo que sienten por Él es tan grande que no quieren morirse sin degustar el sabor de un nuevo creyente hecho a la medida de sus visiones. “Bocata”, no de tortilla ni de calamares, sino “di cardinale”.
Se sabe también de los que invitan al no converso a comer ricos manjares en sus casas, haciéndose pasar por amigos generosos, ocultando el verdadero motivo de la comida. ¿Altruistas? No. Falsa ilusión. Pues están convencidos de que estas inversiones y estos sacrificios tan suyos les serán multiplicados en el cielo.
Los primeros platos, entre saludos y bromas, transcurren con normalidad. Se habla de todo. El postre llega de otra manera: Un gran trozo de mensaje condenatorio servido en bandeja de acero inoxidable. La guinda del pastel es tan roja como la mismísima sangre de Cristo derramada en la cruz por nuestros pecados. La copa de hierbas amargas y sin alcohol suelen servirla arrinconando al invitado entre la espada y la pared. Tapándole los orificios nasales hacen que la beba de un solo trago, y mientras tanto el anfitrión murmura para sus adentros: “Lo hecho, hecho está. He aquí Señor la obra de mis manos, para ti sólo, sólo para ti. Tómala, tómala, tuya es, mía no”.
La sesión no termina hasta que el invitado, para escapar de la encerrona, repite la frase de rigor como si estuviera leyendo en voz alta un certificado: “Yo, Fulano de tal y tal, con D.N.I. cual, y domicilio en paracual, me arrepiento de todos mis pecados y acepto a Jesús como mi Señor y Salvador”. Fin. Firma y sello. Uno más al bote, piensa el dueño de la casa. A partir de ahí, sonrisas y más sonrisas; besos y más besos; lágrimas y más lágrimas (del que invita). Flojera de músculos, descomposición de cuerpo y ganas de salir huyendo (del invitado). No se le volverá a ver el pelo. Y con razón.
Otro método es el de invitar fuera de casa. También sin anunciar el verdadero motivo. Por ejemplo: “Venid a un concierto. Os va a encantar”. Y allá van contentos, ajenos a la encerrona, esperando escuchar ¡ingenuos ellos! música secular. Cuando empieza el acto miran de reojo al que los invitó, si es que está presente, y se acuerdan de la madre que los parió y del padre que los hizo, pues se trata de un maniobra, mal enfocada, de evangelización. Una cita trampa.
Tratándose del Señor “todo vale”. ¿Sí? Pues sí, ya que estas estratagemas se apoyan y se consienten dentro de las iglesias.
No es lo mismo mentir con ignorante inocencia que mentir queriendo engañar. Hay muchas maneras de evangelizar mintiendo y no quiero alargarme demasiado puesto que ya conocemos cuales son. Sentirse engañado es uno de los peores sentimientos que el ser humano puede experimentar. El engaño es un arma lo suficientemente fuerte como para que el engañado rechace todo lo bueno que pretendía el que le engañó. Tonto estaría si hiciera lo contrario.
Hay recetas de sobra y pocos frutos que echarse a la boca porque no están hechos al punto de Dios. La mentira nunca germinará en cosa buena y su sabor deja rastros de amargura.
Nuestro Señor no es Dios de farsas, ni de trampas, ni de artificios. Por eso, el fin no justifica los medios que se emplean para conducir a los que están perdidos hasta Él.
Denunciamos las mentiras que vemos en la sociedad y sin embargo, las queremos usar como estrategias para Cristo. Si en el mundo funcionan... en la iglesia también.
Con nuestras recetas de cocina humana hacemos que el Señor se indigeste en las almas hambrientas de quienes nunca le han probado, pues Su mensaje se convierte en veneno mortal en manos de estrategas así de mentirosos.
Jesús no engañó a nadie; no hizo encerronas; no se burló de la gente, y nos creemos más listos que Él. El evangelio está ahí para quien quiera recibirlo o aceptarlo libremente, para quien busca a Dios de corazón.
Siento miedo de Dios cuando nos sentimos así de hábiles jugando a mentir en su Bendito Nombre.
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