Una tarde mi padre le dio la sorpresa. Apareció con el regalo tan esperado, y ella, loca de alegría fue llamando a algunas vecinas con las que había empezado a congeniar. Quería que la vieran:
-¡Venid!, gritó por el patio de luces, ¡Aurora!, ¡Loli!, ¡María!, ¡Antonia!,... llegaos a ver el regalo que acaba de traerme mi marido. (Hoy día, esto que cuento parecerá una tontería, pero en aquel tiempo una cosa así tenía su enjundia...). Las cuatro se acercaron enseguida, y ya in situ mi madre continuó:
-¿Veis como subo?, ¿veis como bajo?, pues ya sabéis, si algún día la necesitáis no tenéis más que pedírmela. (Me parece que la estoy oyendo) Una alcanza con esto hasta donde tenga que alcanzar, ¿queréis probar?
Fue decir eso y estrellarse contra el techo. Pobrecilla. Verán por que lo digo.
No habían pasado cuarenta y ocho horas cuando Aurora la necesitó y, con toda confianza, vino a pedirla. Por supuesto, mi madre se la prestó muy orgullosa de empezar a ser útil en el bloque de pisos y ganarse las simpatías de las demás.
Tres días después apareció Aurora, con la escalera cargada sobre su hombro. Al verla, cualquiera habría dicho que iba de penitencia, pero no, venía de vuelta, a devolverla. Y si ella parecía un alma en pena, la escalera parecía que regresaba de una noche de juerga. Traía chorreones y lunares de colores por todos lados. Y el olor era igualito al de una vomitera. La había usado para pintar las paredes y las puertas de su casa.
En aquel momento mi madre no tuvo palabras, pero a la mañana siguiente, se levantó con la canción del verano hincada entre ceja y ceja. Aquella que si mal no recuerdo salía en el anuncio de Titanlux: “Blanco es el color de la verdad cuando pintas los colores de tu hogar...” Completamente convencida de que la letra tenía más razón que un santo, y de que había sido compuesta a conciencia para ese tipo de ocasiones, cobró fuerzas, y subió a casa de la vecina:
-Aurora, ¿tú crees que está bien lo que has hecho?, ¿tú crees que esa ha sido la mejor manera de devolverme la escalera que yo te entregué nueva, sin estrenarla siquiera? ¿a ti te parece bonito, hija de mi alma? Me has buscado una ruina. Escondida la tengo para que mi marido no la vea porque todavía no sé qué explicación darle.
Fue de alabar la reacción de Aurora. Se disculpó. Se llevó de nuevo la escalera a su casa. Pintó los peldaños de color madera imitando al que traía de fábrica, y de purpurina plata los barrotes de aluminio.
La escalera quedó “como nueva”, pero..., ya no era nueva. El semblante original había quedado escondido bajo la capa espesa de pintura.
Mi madre saltó de la ilusión a la desilusión. Pensaba que su amiga cuidaría y apreciaría su préstamo. No imaginó que iba a infravalorar la ilusión que ella había puesto en conseguir aquel accesorio para el hogar, que en lugar de ser utilizado para la limpieza propia, fue ensuciado en casa ajena. Y aunque Aurora quiso arreglarlo de buena manera, nunca resultó como al principio. Ni mucho menos. Pues permaneció manchada para siempre. Aquellos lunares quedaron ocultos bajo la capa de pintura, pero nunca quedaron oculto a los ojos de su dueña, que los siguió viendo hasta que la escalera se rompió años después, e hizo que se volviera más reservada en cuanto a entregar lo que para ella tuviese un valor especial. Su generosidad se nubló.
¿Con cuántas cosas podríamos comparar la escalera en nuestro vivir diario? Sea el símil que sea, ya material, ya espiritual, procuremos que la ilusión implícita del que se da a nosotros no se manche. Por el amor que nos tenemos.
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