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El condenado a muerte y su pizza

La noche del pasado 9 de mayo fue especial en Tennessee (EEUU). Un reo llamado Philip Workman, quiso donar su última cena a un vagabundo de los que deambulan por los alrededores de la prisión de Nashville.
TUS OJOS ABIERTOS AUTOR Isabel Pavón 31 DE MAYO DE 2007 22:00 h

Philip fue condenado a muerte por el asesinato del teniente Ronald Oliver durante un robo cometido en un restaurante de Memphis el 5 de agosto de 1981, a pesar de que las pruebas indicaban que un testigo clave mintió en el juicio.

La dirección de la cárcel desestimó la petición manifestando que allí no hacían obras de caridad. En caso de haber aceptado, me pregunto si el vagabundo estaba obligado a comérsela acompañado de un sin fin de ojos en el comedor de la prisión, o si sería llevado aparte, lejos de la vista de los pobres.

A pesar de la negativa de que se cumpliese este último deseo, hubo quienes se solidarizaron con la petición de aquel hombre que pocas horas más tarde pagaría su culpa, merecidamente o no, encontrándose cara a cara con la inyección letal que le conduciría a muerte.

Veamos como reaccionaron algunas personas:
-Donna Spangler. Se puso manos a la obra. Telefoneó a todos sus amigos e inició una colecta que alcanzó los 1.200 dólares. Esto dio para comprar 150 pizzas que fueron enviadas al albergue más cercano. No se sabe con seguridad, pero imagino que los vagabundos que deambulaban por los alrededores de la prisión de Nashville salieron corriendo para allá.
-La presidenta de "El pueblo para el tratamiento ético de los animales", Ingrid Newkirk, se enteró de la noticia y pidió 15 pizzas vegetales para el albergue. Seguramente llegó a la conclusión de que si sus animales comían, los vagabundos tenían que recibir, si no el mismo tratamiento ético, al menos parecido.
-Las pizzas alcanzaron también otros puntos del país, como Mineápolis, en Minnesota, donde una emisora de radio donó 17. Menos da una piedra.
-Algunas pizzerías también se sumaron a la petición y las enviaron gratis. Un día es un día. Aunque se tratara, realmente, de una noche.

El último deseo de un condenado pesa mucho en la propia sociedad que lo condena. Es más, en momentos así, hasta le brindan la oportunidad de ser “Héroe nacional de indigentes”. Todo un reconocimiento a título póstumo. Algo es algo. Al fin y al cabo se trataba de donar una pizza, no más.

Pero las pizzas se multiplicaron de tal modo que como los vagabundos ya tenían suficientes, las que sobraron fueron entregadas a un centro de jóvenes con problemas que acoge a más de 260, quienes dieron buena cuenta de las mismas (está claro que los problemas de estos chicos no son de anorexia).

De sobra sé que no hay mejor respuesta que llevar la contraria a lo que otros dicen. Bastó que en la prisión dijeran “aquí no hacemos obras de caridad”, para que se produjera el milagro.

Esto me ha hecho pensar en el texto de Juan 6:1-14. En él se cuenta el milagro que hizo Jesús con la multiplicación de los cinco panes de cebada, y los dos pecesillos. Los discípulos le llevaban la contraria a Jesús. Ni tenían dinero, ni tenían comida para tanta gente, pero el milagro se produjo. Y he sentido curiosidad por algo que antes no me había planteado, ¿a dónde irían a parar las doce cestas con los pedazos sobrantes de aquel día? ¿Quiénes se las llevaron? El texto asegura que Jesús quiso que se recogiera todo para que no se perdiera nada. Pero como no tengo la respuesta, continúo con lo que estaba diciendo.

Los vagabundos van a estar siempre. ¿Cuántas iniciativas de este tipo necesitarán para recibir un plato de comida extra? La personas que se movilizaron ese día para que se cumpliera la última voluntad de Philip Workman, ¿volverán a dar de comer al hambriento, o esperarán a que otros inculpados hagan la misma propuesta? ¿Será el momento de hacer el agosto abriendo pizzerías cerca de las prisiones... por si acaso?
Sí. Ya sé que la iniciativa es buena. Lo sé. Quiero reconocer la buena fe. Pero me ha parecido algo así como incongruente, como querer acallarse la conciencia limpiando la caquita de una mosca en medio de un vertedero. Porque si a esta buena gente se les enternece el corazón ante la petición de alguien condenado por ellos mismos a muerte, ¿cómo pueden estar de acuerdo con esta pena?

¿Y si todos se pusieran de acuerdo en decir “NO” a la pena capital? Ya sé, ya sé que no es tan fácil como repartir pizzas, pero es un decir, y lo repito de manera que no suene tan fuerte: ¿Y si todos decidieran taponar con masa de pizza la entrada al corredor de la muerte? Digo todos, incluidos los vagabundos que merodean cerca de las prisiones. Pensándolo bien, a partir de ahora, a los vagabundos no les va a interesar que se suprima, por si otro preso lanza al aire la misma petición de última hora. No hay peores deseos que los que da el hambre. De todo habrá en las viñas de Tennessee.

Otra cosa, ¿no resulta raro eso de pedir a la carta el menú de la última cena? ¿duele menos la muerte con el estómago lleno?
 

 


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