Mi amiga Ana escribe mucho, más bien..., lo escribe todo. Enfrentarse ante la hoja en blanco es la medicina que le proporciona el mejor alivio; o, según se mire, su peor necesidad, porque el vicio de escribir también tiene su veneno, sus efectos secundarios. Ella está orgullosa de haber aprendido a desenvolverse sola en la vida sin haber ido al colegio, pues, aunque le habría gustado, desde muy niña tuvo que empezar a trabajar en el campo.
Cuando no escribe, graba su vida y sus reflexiones en casetes, para guardar su memoria. Es un ejemplo de superación. Tiene una colección que ha titulado “Cartas a Dios” son de una intimidad que estremece a cualquier lector. Pocos, por cierto, porque Ana no va pregonando su vida a los cuatro vientos, sólo a sus amigas.
Si me habla de sus cosas, le digo que no tenga miedo de expresarle a Dios su dolor, que Él sabe de sobra lo que ella siente, y que si grita, llora y pelea rebelándose contra la muerte del menor de sus hijos, Dios Padre también manifestó su dolor por Jesús, su único Hijo. Hizo que la tierra temblara, que los cielos se pusieran negros, y que el velo del templo se rasgara...
Me siento afortunada de ser su amiga, y que ella, a su vez, me tenga como amiga.
La tristeza de Ana es mucha, tanta que incluso el sueño huye de ella. Cada mañana comprueba que la vida sigue sin su consentimiento, que las lunas siguen paseando por sus noches sin pedirle permiso. Por eso Ana escribe cartas a Dios, el Gran Dios. Quiere comprender los motivos de la muerte del menor de sus hijos, y no puede. Ella le pregunta el por qué de lo sucedido, y no recibe respuesta. Quizá no la tendrá hasta que no esté ante Su presencia. Está dolida porque su vida ha sido de mucho sufrimiento. “El Señor lo sabe mejor que nadie”, dice ella. No han sido pocas las veces que le han arrebatado la miel de entre los labios antes de saborearla. Son muchas las lágrimas derramadas por esos ojos, tan azules, tan llenos ahora de asperezas y llanto.
Yo tampoco sé darle respuestas, y me siento impotente. Por eso sólo la escucho. Ella lo sabe, y por eso sólo me cuenta. Ojalá mi amistad no la defraude nunca.
Los ratos en que Ana, la de ahora, es la Ana que ha sido antes, muestra un carácter especial que gusta, siempre sonriente. Sabe transmitir lo que siente, y se explica de maravilla.
Aunque lleva su propia cruz, anima a los demás a cargar la suya dirigiéndolos hacia Jesús. Y estando enferma, visita a los enfermos. Y estando triste, anima a los tristes. Y estando cansada se lía la manta a la cabeza y tira hacia adelante la primera, alentando a los igualmente fatigados a continuar como ella: “Tenemos una meta que alcanzar, Dios. Él es lo primero. Nunca ha cerrado su corazón”.
Ana es mujer de conciencia escrupulosa. No le gusta guardar las ofensas, ni las propias, ni las ajenas. Y en cuanto tiene oportunidad, sanea sus heridas, canta sus verdades bien claras para que no se les pudran en la garganta.
Su sensibilidad para percibir hechos que a los demás se nos escapan, es un don que Dios le ha dado. Me asombra, y hace que me sienta bien con ella.
Sin embargo, digo que lo más fuerte que ella tiene es la voluntad por superarse, por querer remontar los problemas; crecer y aprender estando atenta a la voz de Dios.
Si hoy he escrito estas palabras es porque ella es para mí un ejemplo de mujer, y quiero que todos ustedes lo sepan.
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