Hay varias películas sobre enfermeras misioneras en África, pero ninguna como Misión en la jungla (1961) –titulada originalmente Los pecados de Rachel Cade–, que ahora se publica en DVD. No es la Historiade una monja que popularizó Audrey Hepburn, sino la de una misionera protestante, interpretada por una Angie Dickinson que acababa de ser el amor de John Wayne en Rio Bravo. Es cierto que las dos se desarrollan en el Congo belga en torno a la segunda guerra mundial, pero la crisis de ambos personajes nos muestra las profundas diferencias entre el catolicismo y el protestantismo.
El personaje de Gabrielle van der Maal que hace Hepburn
–una actriz inglesa, que nació también en Bélgica, como la hermana Luke, y hablaba también flamenco, porque su madre era holandesa
– tiene conflicto con los votos que ha hecho en el monasterio. El problema de esta misionera norteamericana que encarna Dickinson
–antes de llegar a ser
La mujer policía–, tiene que ver con la dificultad de lo que significa ser cristiano. Su relación con el seductor médico que interpreta Roger Moore
–un año después
El Santo, luego
James Bond– y el coronel ateo
–que hace otro británico, Peter Finch
–, la hacen despertar a una sexualidad cuyo resultado será, para su vergüenza, un embarazo indeseado.
Esta fascinante historia está basada en una novela titulada Rachel Cade, escrita por el hijo de un pastor bautista, Charles Mercer(1917-1988), que acabó en el servicio de inteligencia del ejército americano durante la segunda guerra mundial y la crisis de Corea. Aunque el productor Henry Blanke utiliza algunas escenas africanas que habían sobrado de
Historia de una monja, y Finch hace más o menos el mismo papel que en la película de Zinnemann, el dilema de Rachel es diferente al de la hermana Luke.
No se trata de la obediencia a unos votos de sacrificio a Dios, sino la culpa de no vivir conforme a lo que uno cree y predica. Es una cuestión entre Dios y los hombres, no un conflicto con la autoridad de una orden y su madre superiora. Ya que no entra aquí siquiera la organización misionera.
DILEMA MORAL
Rachel es una mujer virtuosa, pero nada mojigata, aunque venga de Kansas. Llega a esta pequeña
aldea, cargada de biblias, justo cuando el médico residente muere de un ataque al corazón. Esta rubia misionera llega a la oscura África para salvar vidas y almas de la enfermedad y la ignorancia, mientras que los nativos creen que los blancos traen la maldición del dios de las montañas. En el choque que se produce entre ambos mundos, vemos también el contraste de una civilización occidental, caracterizada por los avances de la ciencia y la medicina
–que trae esta mujer sola, como resultado de la igualdad de oportunidades
–, con la horrible guerra que tienen estas naciones “civilizadas”, como telón de fondo al fracaso moral de la protagonista.
Cuando el personaje de Dickinson llega al Congo, está a punto de comenzar la segunda guerra mundial. Tiene entonces un breve enfrentamiento con el coronel belga encargado de controlar la zona, prestando servicios civiles, Henri Derode. En su confesado ateísmo declara que “si a los niños no les hablara de Dios, no pensarían en Él”. Asiste luego a una danza tribal llena de erotismo, que despierta la sensualidad dormida de Rachel. Su perplejidad inicial da paso en la misma secuencia a una sensación de sofoco, que llena de sudor su frente en primeros planos, hasta huir del lugar donde se celebra el baile. Confusa en su lecho, se siente perturbada por lo que ha visto y el evidente deseo de Derode, que le muestra su amor una y otra vez.
El escepticismo del belga tiene su equivalente en el papel del sacerdote de la tribu, Kulanumu –el portorriqueño Juano Hernández
–, enfrentado al brujo Muwango
–que interpreta en un breve papel Woody Strode, el actor afroamericano favorito de John Ford
–. Cuando va a morir, Kulanumu confiesa: “no hay maldición mayor que la que creemos para castigarnos a nosotros mismos”. ¿Se trata por lo tanto de dos supersticiones enfrentadas, una aceptada por la civilización y otra rechazada por ella?, como observa José Mª Latorre.
¿NATURAL O MILAGROSO?
Amenazada por Muwango y Kulanumu, la misionera se enfrenta a la enfermedad de un niño dado por muerto, porque su padre había provocado al dios de la montaña. Aunque no tiene experiencia quirúrgica, logra extirpar el apéndice, ganando su confianza. Al atribuirle el milagro, su consulta se llena de pacientes. El problema es que otro niño muere, vaciando de nuevo el hospital.
Cae entonces milagrosamente del cielo un avión, que se estrella a las afueras del pueblo. Sobrevive el piloto, un apuesto Roger Moore, que resulta ser un médico americano luchando en la RAF contra Hitler.
Si uno escucha la versión original, observará que aunque los indígenas hablan perfecto inglés, el actor británico se esfuerza por cambiar el acento, para demostrar que viene de Boston. Muchas frases están mal traducidas, no sólo en el doblaje, sino también en los subtítulos. Comentarios como el de Moore, al ver las camas de la clínica vacía, sobre si los habitantes de la aldea son de la
ciencia cristiana –ya que esta secta, que no hay que confundir con
cienciología, no cree en la realidad de la enfermedad
–, debieron ser simplemente incomprensibles para el traductor.
Rachel se entrega al piloto médico, en vez de a Henri, en una secuencia que juega con la sugerencia de elementos naturales como un fuerte viento que acompaña a Rachel hasta la cabaña, donde se encuentra el personaje de Moore. La turbulencia que agita a la enfermera misionera la lleva a abrazarle, como vemos desde un ventanal. El director Gordon Douglas tiene esa capacidad para jugar con el aire, el polvo, la lluvia y el calor
–en magníficos
westerns, como Río Conchos
– y la ambigüedad moral de los personajes
–como
El detective que interpreta Sinatra, en el corrupto Nueva York de finales de los sesenta
–.
EL PROBLEMA DE LA CULPA
Cuando se recupera de sus heridas, el médico tiene que volver a Europa, dejando a Rachel embarazada. Ella no quiere decírselo, pero el coronel, que sigue enamorado de ella, hace como que están casados, e informa luego al padre del nacimiento de su hijo. Al volver quiere llevársela a Boston, pretendiendo que ella está viuda, para ocultar el hijo ilegítimo. Ella, sin embargo, decide quedarse, y seguir ayudando a los nativos.
La pregunta de la publicidad de la película decía no sólo “¿cómo te atreves a predicar contra el pecado, Rachel Cade?, ¡tú… y tu amante… y tu hijo…!”, sino que tiene una interrogante mucho más interesante: “¿Qué precio debe pagar una mujer por sus pecados?”. Es ahí donde reside la profundidad de esta historia.
Es evidente que ella ha actuado hipócritamente. Ha recriminado a su ayudante Kulu, por tener relaciones con una mujer, cuando no está casado. Lo que ella hace, es mostrarle lo que la Biblia llama pecado. Aunque lo desprecia como algo animal, en vez de verlo natural, como él pretende. Kulu reconoce a Dios como Padre, que ha venido en Jesucristo, y trae por su Espíritu a la misionera, pero no entiende que prácticas sexuales, que ellos consideran normales, sean ahora pecaminosas. Finalmente lo acepta, y accede a casarse civilmente en una ceremonia válida para los protestantes, que realiza el propio coronel.
EL PRECIO DEL PECADO
Cuando ella misma falla, no niega su pecado, sino que lo reconoce. A la pregunta del personaje de Moore: “¿No creerás de verdad que estás en pecado?”. Ella le contesta: “yo creo en la Biblia”. Él dice: “Yo también, pero estamos en 1940”. Su respuesta entonces no puede ser más clara: “no hay fecha para la moralidad”. A la vez que le recuerda: “no estamos exactamente en estado de gracia”.
Rachel cree que no puede dejar su labor en la aldea. Piensa que “no estaría bien”. El está harto de escuchar sobre lo que está bien y lo que está mal. “Estas cosas se resuelven solas”, dice. “Para mí, no”, le contesta ella.
Al confesar su pecado, es sorprendida por la gracia, ya que los nativos no la juzgan, habiendo hecho ella lo que antes les había recriminado. Su propio ayudante sigue en eso el ejemplo de Jesucristo.
Según Kulanumu, ella se atormenta a sí misma, porque ha violado sus propias reglas. Por lo tanto sólo ella puede traer la paz a sí misma. En el culto, sin embargo, que se celebra en la aldea al final de la película, Rachel habla al “Señor que está en su santo templo, ante el cual se doblega toda la tierra”. En esa tradicional invocación, busca que “las palabras de nuestra boca y las meditaciones de nuestro corazón sean siempre agradables a sus ojos”, confesando que “somos su pueblo y ovejas de su prado”, mientras llama a “buscar al Señor, mientras pueda ser hallado”.
En vez de despedirse, hace leer a su asistente las palabras del Salmo 51: “¡Ten compasión de mí, oh Dios!, / conforme a tu gran amor; / conforme a tu inmensa bondad / borra mis transgresiones. / Lávame de toda mi maldad / y límpiame de mi pecado. / Yo reconozco mis transgresiones; / siempre tengo presente mi pecado. / Enseñaré a los transgresores tus caminos, / y los pecadores se volverán a Ti / Abre, Señor, mis labios, / y mi boca proclamará tu alabanza”. Con la música del himno evangélico Abide With Me, se anuncia el triunfo de la Gracia sobre el poder del pecado. Cristo ha pagado el precio. A nosotros sólo nos queda alabar a Dios por ello.
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