Todos tenemos secretos, a veces guardados durante mucho tiempo. Es cierto que algunos más oscuros que otros. Hay quien se los lleva a la tumba, pero eso significa una vida atormentado por ellos. Eso es lo que le pasa a uno de los agentes de la Mossad –la agencia de inteligencia israelí–, que en la película La deuda es mandado a capturar un criminal de guerra nazi en Berlín oriental, en 1965.
El cirujano de Birkenau –Dieter Vogel–, es como el doctor Clauberg, responsable de la tortura y muerte de cientos de judíos en Auschwitz y Ravensbruck. Localizado por agentes israelíes, se oculta bajo la falsa identidad de un ginecólogo en la Alemania comunista. Un libro, escrito por la hija de dos de ellos, cuenta el año 1997 lo que realmente pasó en una operación fallida de la Mossad.Esta historia fue llevada al cine diez años después por un directorisraelí
–Assaf Bernstein en
Ha-Hov–, en una modesta producción, inspirada por los
thrillers de los setenta, como
Marathon Man.
La versión que hace ahora el inglés John Madden, recurre a grandes actores británicos
–hablando con acento hebreo
–, para plantear el drama moral y psicológico de unos personajes atormentados por su pasado.
La idea ya no es hacer una autocrítica, como el director israelí, sino una reflexión general sobre la verdad y el peso de la culpa.
NADA ES LO QUE PARECE
La primera secuencia de La deuda es ya una mentira, o por lo menos una verdad a medias.La agente de la Mossad, Rachel Singer
–interpretada de joven por la fascinante Jessica Chastain de
El árbol de la vida– es agredida por un prisionero nazi en el Berlín de los años sesenta, que a continuación emprende la fuga, siendo abatido por los disparos de ella. La vemos a continuación en la piel madura de Helen Mirren
– ¡nunca la arruga ha sido más bella!
–, siendo homenajeada en Tel Aviv en 1997, cuando su hija ha escrito un libro contando la hazaña.
Su expresión nos indica que no es una persona orgullosa de haber protagonizado un acto heroico. A pesar de haber dado muerte al responsable de tantas atrocidades con seres humanos indefensos, que hacía objeto de los más salvajes experimentos. En seguida entendemos que nada es lo que parece...
La tensión del encuentro con su antiguo compañero, Stephan –el siempre contenido Tom Wilkinson–, muestra algo más que los recelos para con un ex marido, ahora confinado a una silla de ruedas, como consecuencia de un atentado con bomba. Cuando el tercer hombre, David –el expresivo Ciarán Hinds–, se quita la vida arrojándose delante de un camión, antes que volver a reunirse con sus camaradas, comprendemos que todo esto no es más que una farsa.
EL PESO DE LA CULPA
Como el protagonista de Munich –otro ejercicio de autocrítica judía, esta vez de Spielberg–, los personajes de La deuda viven carcomidos por la culpa.La Rachel que interpreta Mirren, es una mujer atormentada por su pasado. Su relación triangular con el melancólico e introspectivo David –Sam Worthington, antes de
Avatar–, acosado por las fantasmas de sus padres, muertos en la guerra, frente al ambicioso y cínico Stephen –el apuesto Marton Czokas–, hace que sienta una ambivalente atracción por ambos. Y acabe, ¡claro, con la persona equivocada!
El idealismo de Rachel y David no resiste la humanidad del prisionero nazi, que tienen que alimentar cada día. Por más que se repiten que tienen que verlo como un animal, su rostro se convierte en un espejo de su propia alma. Tres décadas después, su recuerdo todavía les persigue, como una maldición. Quizás atormentados por la culpa, resultado de una verdad escondida que han intentado reprimir.
Hay personas que nunca se sienten culpables por nada. Otras –como el que aquí se mira al espejo–, sienten continuo remordimiento por su constante fracaso.
La única forma de enfrentarse a la culpa es con la verdad. El dilema de La deuda es cómo se puede convivir con una verdad vergonzosa. La respuesta bíblica es que “si confesamos nuestros pecados, Dios que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad” (1 Juan 1:9).
LA VERDADERA LIBERTAD
Cuando admitimos nuestras debilidades, reconocemos nuestros fracasos, y confesamos nuestras necedades, errores y deudas, estamos en el camino de “la verdad, que nos hará libres”(
Juan 8:32). Los judíos a los que habla Jesús, cuando dice estas famosas palabras, no aceptaban ser esclavos del pecado (vv. 33-34). Se escondían detrás de sus inteligentes ideas, pretendidos sacrificios, obras de caridad y supuesta virtud.
Cuando vio a Jesús, Juan el Bautista dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). No lo barre bajo la alfombra, sino que lo quita.Ya que Jesús no sólo carga con nuestros pecados, sino que los aparta de nosotros, tan lejos como el oriente del occidente (
Salmo 103:12). Es el macho cabrío, por el que según la ley judía (
Levítico 16), se hacía expiación. Al imponer sobre él las manos, se transferían simbólicamente los pecados, que pasaban al animal, que desaparecía entonces en el desierto, para no verlo más.
Cuando reconocemos la inmensidad de nuestro pecado, debemos alabar la inmensidad de la misericordia de Dios. No somos salvos por nuestras obras, sino por la fe sola, como un regalo de Dios(
Efesios 2:4-8). Puesto que “no hay condenación” (
Romanos 8:1), para los que están unidos a Cristo Jesús. De ahí viene el gozo de la salvación. La deuda pendiente ha sido saldada.
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