Lo cierto es que ni la bestia aguanta la soledad ni la soporta el ermitaño, a quien se le supone más cerca de Dios que el común de los seres humanos. Para la mujer, particularmente, la soledad constituye un auténtico martirio. Para comprenderlo pueden servir estas cinco razones:
Primera: Nadie aguanta la soledad, pero la mujer, menos. La mujer busca la felicidad con más entusiasmo que el hombre y la obligada soledad le cierra el camino casi por completo a la dicha que persigue. La mujer sufre mucho más que el hombre la ausencia de compañía física y sentimental con quien intercambiar sus pensamientos.
Segunda: La mujer suele ser más comunicativa que el hombre y por lo mismo soporta menos la soledad. Amiel, en su DIARIO ÍNTIMO, anotaba esta gran verdad: “La mujer es género; el varón, individuo”.
Fue el hombre quien inventó aquello de “primero yo, después yo y siempre yo”. Al “yo” del hombre opone la mujer un generoso “nosotros”. Un gran ensayista español, Pedro Caba, lo ha expresado así: “El yo femenino es flojo y fluctuante, disuelto en lo numeroso de su yo genérico. En toda mujer de alguna profundidad de aguas femeninas el yo es un nosotros. Oscura numerosidad, metafísica pluralidad esencial, se siente público, multitud y aspira, en su último sueño, no a la individualidad, sino a satisfacer su incompletud radical en la conciencia de la paz, a la unidad dual a que llega por el amor”.
Tercera: Esta necesidad de combatir la soledad por los caminos del amor es más apremiante en la mujer que en el hombre. Aunque el mundo del espíritu ha producido muchos hombres románticos, el romanticismo es un sentimiento principalmente femenino. Madame Staël decía que “el amor para los hombre no es más que un episodio; para las mujeres es la historia de toda su vida”.
En términos absolutos puede parecernos exagerado el pensamiento, pero es muy cierto que el corazón solitario de la mujer llora la soledad sentimental con más abundancia de lágrimas internas que el del hombre. Su pena es menos ruidosa, pero casi siempre más sentida.
Cuarta: Todo, sin embargo, no es romanticismo en la mujer. Tiene un cuerpo físico que la tiraniza con idénticos deseos carnales que al hombre. Y éste es otro aguijón en el martirio de la soledad.
El hombre ha resuelto este problema creando la prostitución. Cuando siente la necesidad busca, paga y se marcha. Pero la mujer carece de esta posibilidad, y aunque la tuviera, tampoco le serviría de nada. La mujer es más espiritual, generalmente más escrupulosa que el hombre. Prefiere sufrir el tormento del deseo antes que aceptar la solución del primer desconocido que le salga al paso, como suelen hacer muchos hombres, afortunadamente, no todos.
Quinta: La angustia que la mujer suele sentir ante la vida hace más dramática su soledad. “El varón –dice nuevamente Caba- vive siempre en peligro, lo ama como profundamente consustancial con su esencia metafísica; necesita el peligro para existir. Para la mujer, la soledad es intemperie; por eso precisa asentarse, encajarse en su género como necesita tomar quicios en una colectividad. Todo su ser dispara miedo; miedo al peligro y miedo a la soledad. No es solamente que al más breve apunte de peligro brote el miedo femenino; es que antes de existir el riesgo la mujer lo crea con su sentimiento de presa y víctima. Y el primer riesgo, el miedo primordial femenino, es miedo a la soledad, al último desamparo, como un grito mudo del anhelo de compañía”.
Este grito mudo de anhelo de compañía, ¿quién lo responderá?
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