Samuel Beckett publicó a los 74 años un libro con el título COMPAÑÍA. Solo tiene 88 páginas. Es en realidad una continuación del tema de la angustia y de la soledad que trató en ESPERANDO A GODOT.
El libro empieza así: “Una voz le llega a alguien en la oscuridad. Imaginad”.
Más adelante añade: “Aunque ahora menos que nunca interesado por las interrogaciones, él no puede por menos algunas veces de plantearse la de saber si es a él y de él de quien habla la voz”.
El último párrafo del libro se compone de una sola palabra: “Solo”.
Es la soledad, la negrura, la angustia del hombre en el mundo sin Dios. Un hombre solo entre los demás hombres.
El periodista
Antonio Álvarez Solís, ex director de INTERVIÚ, publicó un artículo acerca de la soledad del hombre, donde profundiza en el drama del hombre moderno.
Álvarez Solís contempla al hombre en su aislamiento interior y comenta: “¡Qué tremenda soledad la del hombre solo! Sí, ¡qué tremenda soledad! Una soledad sin fronteras para acabarse: pesada, interminable, desesperanzada.
Solo está, realmente, el hombre solo.
La soledad le aísla de los demás hombres, le deja indefenso y aturdido: el hombre ya no es hombre con otros hombres. Es un hombre solo al que le ocurren cosas. Las cosas se le derrumban al hombre sobre la cabeza sin que sepa a quién clamar, cómo hacerlo, por qué intentarlo. Está solo el hombre”.
En un mundo de siete mil millones de seres, en ciudades con millones de habitantes, Álvarez Solís ve al hombre perdido en la sociedad: somos ya una sociedad de solitarios. Pero ¿cómo sociedad? ¿Cómo puede concebirse una sociedad de solitarios? ¿Cómo es posible que hasta el concepto de sociedad –como conjunto vivo, como expresión de biologismo colectivo- se haya disuelto en la atomización de los individuos que ya no la componen sino que la descomponen?”.
El problema planteado por Álvarez Solís fue detectado y denunciado por el salmista hace más de tres mil años. El Salmo 102, lágrima de perla en las páginas de la Biblia, es un quejido lastimero contra la invasión de la soledad que padece el hombre sin Dios. No se sabe quién escribió este Salmo, que en la Biblia aparece titulado como oración de un afligido. Pero quien quiera que fuese, la aflicción que le embargaba estaba matizada por la soledad tremenda que le hundía en el vacío interior.
La soledad le angustiaba: “no escondas de mí tu rostro en el día de mi angustia…” (vers. 2).
Le hacía sentir el vacío de la existencia: “Porque mis días se han consumido como humo, y mis huesos cual tizón están quemados” (vers. 3).
La soledad le había dejado el corazón herido y seco: “mi corazón está herido, y seco como la hierba, por lo cual me olvido de comer mi pan” (vers. 4).
En sus clamores alienantes el salmista se imaginaba semejante a los pájaros solitarios: “por la voz de mi gemido mis huesos se han pegado a mi carne. Soy semejante al pelícano del desierto; soy como el búho de las soledades; velo, y soy como el pájaro solitario sobre el tejado” (vers. 5-7).
Con todo, hay que decir que si mujeres y hombres se encuentran solos es porque quieren. Levantan murallas en lugar de construir puentes. Al otro lado del puente siempre está Dios, quien lo llena todo en todos. “Daré aguas en el desierto, ríos en la soledad”, dice Dios a través de las páginas de la Biblia (Isaías 43:20). La presencia de Dios es el único horizonte para que el alma humana no desespere de soledad. Dios es la Persona infinita y sin embargo presente, siempre presente en nuestras angustias, a la que podemos dirigirnos en un diálogo analógico cuando la soledad nos desgarra y nos sepulta en un vacío desesperante.
Desde lo más profundo de Su corazón, Dios invita al hombre para que deposite la carga a sus pies: “Venid luego, dice el Señor, y estemos a cuenta; si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana…” (Isaías 1:18). Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:28-30).
El destino del hombre no se cierra sobre sí mismo. Su carga moral no tiene sentido, porque puede ser aliviada, en cuanto quiera, por Aquél que llevó sobre su cuerpo, en el madero, el pecado de todos nosotros. La escala de Jacob, que unía al cielo con la tierra, está a nuestro alcance. Dios nos espera en la cúspide. Despertamos del sueño y ascendemos, o permanecemos aquí, en el lecho duro, con la cabeza sobre las piedras. Nuestra es la elección.
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