Todos nosotros recordamos o consideramos la vida con cierto grado de melancolía. “Las espinas sangrientas dejan caer las gotas de mi melancolía”, escribió Rubén Darío.
Se fue el año 2013 y en algunos quedó un fondo de melancolía.
Pío Baroja (1872-1956), médico y escritor, está considerado como uno de los grandes novelistas españoles del siglo XX. Sus biógrafos destacan su carácter melancólico. Cejador dice que Baroja es enteramente español menos en una cosa: “En el negro pesimismo, que es el que rebaja su obra novelesca”. ¡Como si los demás novelistas españoles de alguna altura hubieran contado la vida con castañuelas sevillanas y vino de Jerez! Ricardo Gullón ve p
esimismo y también escepticismo en las páginas de Baroja. Este ensayista carga negra la tinta de su escribir y dice que el del vasco “es un pesimismo generalizado y casi absoluto”.
Hay que andar despacio por esta senda.
Conviene caminar con pasos lentos y con ojos abiertos y con mente limpia y con corazón grande por las novelas de Baroja y distinguir en ellas qué es pesimismo y qué es realismo. Manuel Campoy afirma que «los protagonistas barojianos no son sus personajes, sino la vida». No son personajes calculados. No son personas tiernas que andan sobre nubes de seda. Los seres que se mueven en las historias inventadas por Baroja viven en un mundo de realidades concretas y protagonizan toda clase de episodios amargados y de situaciones violentas, siempre dentro de la más pura autenticidad vital.
Baroja, que se define a sí mismo como «un hombre libre y puro que no quiere servir a nadie ni pedir nada a nadie», veía las cosas tal como son, y como las veía las sentía y las exponía.
«De esa emoción -dice Ortega y Gasset-, como de una amarga simiente, ha crecido la abundante literatura de éste hombre, selva bronca y árida, áspera y convulsa, llena de angustia y desamparo, donde habita una especie de Robinson peludo, frenético y humorista, que azota sin piedad a los transeúntes.»
Esto no es pesimismo. Es realidad.
No es el pesimismo amargo de un Nietzsche, de un Kafka, de un O'Neil, o de un Sartre. Es el realismo lúcido de un Cervantes, de un Dostoievski, de un Quevedo, de un Tolstoi y, hasta cierto punto, de un Hemingway. EL MUNDO ES ANSÍ titulará Baroja uno de sus más celebrados libros. Y cuenta el porqué del título: «Por ahora, de todo lo visto en España, lo que más me ha impresionado ha sido ese escudo en la Plaza de Navaridas, con sus corazones y sus puñales y su dolorosa sentencia: «El mundo es ansí». ¡El mundo es ansí! Es verdad. Todo es dureza, todo crueldad, todo egoísmo. ¡En la vida de la persona menos cruel, cuánta injusticia, cuánta ingratitud... ! El mundo es ansí».
Así es el mundo mirado de cielo para abajo. Y describirlo tal cual lo conocemos no es negativismo de espíritu, aunque los pusilánimes mantengan que sí.
En el tema de la fugacidad de la vida en la literatura barojiana,
el autor vasco es realista sin amargura, concreto sin pesimismo. Siglos antes que él, otro autor nada pesimista, Job, que escribió hacia el 1500 antes de Cristo, cuando la humanidad bíblica alboreaba y el rocío celeste humedecía las primeras formas de vida terrena, invocó el tema con semejantes ideas y parecidas palabras: «El hombre nacido de mujer -decía Job-, corto de días y hastiado de sinsabores, sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece».
Desde entonces a hoy ha ido cuajando toda una literatura sobre el vacío de la vida humana, forjada por autores nada pesimistas, antes al contrario, que vivieron con el alma llena de seguridades y de iluminadas esperanzas.
En 1900 publicó Baroja su primer libro, una colección de cuentos que había ido hilvanando al calor de sus experiencias como médico. Le puso por título VIDAS SOMBRÍAS y tuvo un éxito ruidoso. Sebastián J. Arbó dice que en aquella primera obra de Baroja, exposición de vidas humildes y de un medio social que reflejaba la tristeza y la amarga lucha por la subsistencia, «estaba ya en germen toda su obra futura». También estaba su futuro -hecho ya presente- desencanto por los llamados placeres de la vida en la tierra.
Monologando con Mari Belcha, se interroga: «¿Por qué lloran los hombres cuando nacen? ¿Será que la nada, de donde llegan, es más dulce que la vida que se les presenta?»
Seis años antes de estas dudas, en 1894, Baroja escribió en LA JUSTICIA un artículo al que puso por encabezamiento, LA JUVENTUD PASA. Como un eco repetidor de pensamientos,
Baroja sigue a Salomón cuando afirma que la juventud es vanidad, y actualiza a Homero, quien comparó la vida humana al tiempo de un verano. A Baroja gusta más la primavera. Y escribe: «Cuando a un día de junio se le llame por todos primaveral, entonces os diré yo a vosotros que sois jóvenes; mientras tanto, vuestra juventud es como la primavera de un día ardoroso de junio, una juventud de almanaque».
En sus relatos MELANCOLÍA, PARÁBOLA y EL GRAN PAN HA MUERTO insiste Baroja en abrirnos los sentidos a la brevedad y a la fragilidad de la vida humana.
MELANCOLÍA es la historia de un anciano que nació en hogar rico, noble, poderoso, que gozó «de todo lo que el mundo puede presentar de más grato». Y estaba triste.
Viajó por las grandes ciudades, bajó a las pequeñas aldeas, recorrió incansable los mares, pero no experimentó la paz del alma. Y estaba triste. Estudió, contempló los astros, huyó del amor, que dicen que lleva aparejado el dolor. Y estaba triste. Viejo ya, deseaba lo que no tenía y lamentaba la juventud perdida. Seguía triste, como ese fantástico Gog creado por la viva imaginación de Papini, que tras recorrerlo todo, vivirlo todo y pisarlo todo seguía con el alma vacía.
El tema de PARÁBOLA, que tiene por ventana un texto del Eclesiastés, es semejante al de MELANCOLÍA. El paria que arrastra su séptima encarnación en el séptimo siglo antes de la venida de Cristo, ama y abraza los goces de la vida, apura la copa del placer, obtiene la libertad, se ve dueño de fortunas considerables, se hace poderoso en país extraño, recorre el mundo de una a otra tierra. Y no encontró la dicha. Y a modo de moraleja el autor da este consejo: «De cierto os digo que a vosotros, cuyo corazón está turbado por la vanidad y cuyos ojos están cegados por el orgullo, os puede ser útil para la salud de vuestra alma la historia de esta vida ».
La frustración ante la pequeñez de la vida humana es todavía mayor en EL GRAN PAN HA MUERTO, relato que inicia Baroja con una anécdota tomada de Plutarco. Cuando el capitán Thamus anuncia con voz tronante la muerte de EL GRAN PAN, «el mundo tiembla y tras la alegría nos quedará el sentimiento; en vez del ímpetu vital, la teocracia y la ley; en vez de la realidad, la entelequia; en vez de la satisfacción, el desprecio; en vez de los frutos de la vida, el dinero».
En su bellísimo ELOGIO SENTIMENTAL DEL ACORDEÓN, Baroja identifica la vida humana con la musiquilla triste del monótono instrumento. Escribe de este modo: «Es una voz que dice algo monótono, como la vida misma; algo que no es gallardo, ni aristocrático, ni antiguo; algo que no es extraordinario ni grande, sino pequeño y vulgar, como los trabajos y dolores cotidianos de la existencia». Y termina así: «Vosotros decís de la vida lo que quizá la vida es en realidad: una melodía, vulgar, monótona, ramplona, ante el horizonte ilimitado».
En otra página de su literatura Baroja nos recuerda al Macbeth de la quinta escena, cuando afirma que la vida no es más que sombra errante, pobre comediante que se agita y gesticula un momento sobre la escena y luego desaparece para siempre. También recuerda Baroja a Byron temblándole en la mano la copa de champaña en la tarde de su último cumpleaños, cuando el desengaño le inspiró tristes versos sobre la fugacidad de la vida. Las pinceladas literarias de Baroja son apretados racimos de verdades. Dice el novelista: «La copa de la vida, como la copa de la guardarropía, es una copa de cartón pintada de purpurina; pero aun así tiene su realidad alegórica. Unos beben el espacio azul, el éter puro; otros, un líquido espeso, ardiente, hecho con vitriolo, alcohol, especias fuertes y salpicado con gotas de sangre humana».
Lo lamentable, lo triste en Baroja es que no supiera ver la grandeza de la vida futura con la misma claridad con que supo distinguir la insignificancia de la presente. Porque si es verdad que nuestros días en la tierra son pocos, vacíos y llenos de sinsabores, el tiempo en la eternidad con Dios está marcado por otras características de signo más brillante.
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