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Caña y humo

Ningún escritor, ni antes de él ni después de él, ha descrito la vanidad de la vida como lo hizo Salomón en el Eclesiastés.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 14 DE ENERO DE 2014 23:00 h

Incienso consumiéndose. / saavem (sxc.hu)


David, hace más de tres mil años, describió la vida humana en la tierra como una débil columna de humo: “mis días se han consumido como humo, y mis huesos cual tizón quemado” (Salmo 102:3). Eso somos. Un inútil y perezoso penacho de humo que los aduladores llaman gloria, fama.


Cristo, dos mil años atrás, la comparó con una caña cascada. Refiriéndose a Juan el Bautista, dijo a sus contemporáneos: “¿qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento?” (Lucas 7:24). Independientemente de su literalidad el texto permite una metáfora deductiva: por su brevedad, por su fragilidad, por la inconsistencia del tiempo, la vida humana puede ser fácilmente comparada a una caña que cimbrea al capricho del viento, una caña cascada, tal como el término aparece en Mateo 12:20.

Robert Ingersoll (1833-1899), ateo norteamericano de cierto renombre, escribió estas dramáticas palabras de pesimismo: “la vida es el valle estrecho que corre entre los riscos fríos y estériles de dos eternidades. En vano procuramos mirar más allá de sus alturas. Gritamos con todas nuestras fuerzas, y la única respuesta que nos llega es el eco de nuestro clamor quejumbroso”.

Víctor Hugo, famoso poeta y escritor francés (1802-1885), expresó su opinión sobre la vida en sentido contrario al de Ingersoll, en concepciones puramente optimistas: “soy un alma, y siento perfectamente en mí mismo que lo que yo volveré a la tumba no será yo. Lo que es yo irá a otra parte. Tierra, ¡no eres mi abismo!”.

Entre Ingersoll y Víctor Hugo aparece Shakespeare. El escritor inglés lamenta la imperfección y fugacidad de la vida humana en el quinto acto de Macbeth: “el mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte. ¡Extínguete, fugaz antorcha! La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa”.

“Señores, vámonos poco a poco, que en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”, dijo Don Quijote cuerdo a quienes rodeaban su lecho mortuorio creyendo que seguía loco. Tácito, historiador latino del primer siglo, decía que cuanto más consideraba la vida, más descubría la vanidad de todas las cosas del mundo. Esta vanidad está representada en la Biblia por la estatua que el rey Nabucodonosor vio en sueños. Sobresalía la cabeza, de oro puro. El oro significaba las glorias del rey, la grandeza de su reinado. El pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro, los pies en parte de hierro y en parte de barro cocido. Estaba Nabucodonosor contemplando aquella gloria de estatua cuando una piedra, rodando monte abajo, pegó a la imagen en los pies, la derribó y desmenuzó. La lección que el relato divino quiere que aprendamos es que la supuesta grandeza del ser humano puede derrumbarse en el momento menos esperado por los motivos más triviales. Más tarde aquél rey enloqueció y anduvo por los campos comiendo yerba. De su encumbramiento como persona descendió a la condición animal.

“Mis días son vanidad”, dijo Job (7:16), quien vivió en la tierra 248 años. Ningún escritor, ni antes de él ni después de él, ha descrito la vanidad de la vida como lo hizo Salomón en el Eclesiastés. El relato es largo, pero me complace reproducirlo aquí para aquellos lectores que no lo conozcan. Esto dijo el tercer rey de Israel, el hombre más sabio en su tiempo: “Yo, el Predicador, fui rey sobre Israel en Jerusalén. Y di mi corazón a inquirir y a buscar con sabiduría todo lo que se hace debajo del cielo; este penoso trabajo dio Dios a los hijos de los hombres, para que se ocupen en él. Miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu. Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse. Hablé yo en mi corazón, diciendo: He aquí yo me he engrandecido, y he crecido en sabiduría sobre todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; y mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia. Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y los desvaríos; conocí que aun esto era aflicción de espíritu. Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor. Dije yo en mi corazón: Ven ahora, te probaré con alegría, y gozarás de bienes. Mas he aquí esto también era vanidad. A la risa dije: Enloquece; y al placer: ¿De qué sirve esto? Propuse en mi corazón agasajar mi carne con vino, y que anduviese mi corazón en sabiduría, con retención de la necedad, hasta ver cuál fuese el bien de los hijos de los hombres, en el cual se ocuparan debajo del cielo todos los días de su vida. Engrandecí mis obras, edifiqué para mí casas, planté para mí viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles de todo fruto. Me hice estanques de aguas, para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en casa; también tuve posesión grande de vacas y de ovejas, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música. Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; a más de esto, conservé conmigo mi sabiduría. No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y ésta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol”. (Eclesiastés 1:12-2:11).

Humo y caña, caña cascada y humo efímero. Así es nuestra vida en este valle de lágrimas. Pero no lo es allá, donde el tiempo no tiene fin, donde no existe el humo, ni la caña, ni el llanto. Donde nuestros cuerpos glorificados estarán junto a ángeles, arcángeles, serafines, escoltados por ejércitos celestiales. Afirma la Biblia que Cristo encarnó, murió, resucitó y ascendió al lugar de donde había venido, con la intención de proporcionarnos en la tierra una vida abundantemente feliz, con sentido, y en las mansiones regidas por el Eterno otra vida que nunca acaba. Nunca jamás.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

mauricio cardona q.
15/01/2014
22:59 h
1
 
que buen articulo, me refuerza la esperanza, y y me ayuda a desechar envidias, gracias
 



 
 
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