En el acto V de Macbeth, Shakespeare lamenta la brevedad del tiempo y la vanidad y fragilidad de la vida humana en la tierra. Dice el autor inglés: “el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte. ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha! ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa”.
Ya estamos en presencia de otro año. ¡Adiós, 2013!; ¡bienvenido seas, 2014!
Los años son la escoba que nos va barriendo hacia la tumba. Todos solemos firmar contratos de alquiler por años, pero sólo deberíamos hacerlo por una semana, por un día, por un instante. “Porque ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Santiago 4:14). “Vuelve hacia atrás la vista, caminante, verás lo que te queda de camino”, escribió Miguel de Unamuno. “Mi vida es un soplo, como la nube se desvanece y se va”, dijo Job (7:7-9). Tan frágil como el vidrio, el tiempo que tenemos asignado puede acabarse por mil accidentes que suceden a diario.
Abundan en la Biblia los textos que, en forma de imágenes, nos recuerdan la brevedad de la vida y el paso inexorable del tiempo. En el Salmo 90, único atribuido a Moisés entre los 150 del salterio, Dios nos dice que la vida aquí, en este llamado valle de lágrimas, es “como el día de ayer que pasó”, “como una de las vigilias de la noche”, “como un torrente de aguas”, “como sueño”, “como la hierba que crece en la mañana y a la tarde se seca”. Y remata: “Acabamos nuestros años como un pensamiento”.
Job vivió 248 años. Si fueron años como los nuestros o distintos, no lo sé; sólo sé lo que consta en la Biblia. Pues bien, con toda esa acumulación de vida, escribió: “Mis días son vanidad… Han sido más ligeros que un correo; huyeron y no vieron el bien. Pasaron cual aves veloces; como el águila que se arroja sobre la presa” (Job 7:16; 9:25-26).
Unos versos latinos recogidos por Giovanni Papini dicen que el tiempo del hombre es humo y su final ceniza. Entre el nacer y el morir “no hay sino algún penacho de humo que los aduladores denominan fama”. David se adelantó en mil años al poeta latino quienquiera que fuera, y escribió: “mis días se han consumido como humo, y mis huesos cual tizón quemado” (Salmo 102:3). El convencido ateo norteamericano Robert Ingersol (1833-1925) conocido por su literatura de negaciones, se quejó diciendo que “la vida es el valle estrecho que corre entre los riscos fríos y estériles de dos eternidades. En vano procuramos mirar más allá de sus alturas. Gritamos con todas nuestras fuerzas, y la única respuesta que nos llega es el eco de nuestro clamor quejumbroso”.
Palabras de un hombre que escribe con tinta de barro, fijos los ojos en la tierra finita, incapaz de elevar su mirada hacia lo infinito, allá donde las estrellas dan su luz inmortal.
En el capítulo siete de Lucas Cristo se refiere a Juan el Bautista como “una caña sacudida por el viento” (7:29). Además de su interpretación literal, el texto permite una metáfora deductiva.
Por su brevedad, por su fragilidad, por su inconstancia, la vida humana puede muy bien ser comparada a una débil caña que cimbrea a capricho del tiempo y de la muerte. En otro de sus discursos dice el Maestro que somos cañas cascadas (Mateo 12:20). Tiempo y sólo tiempo es la caña cascada. Puede mantenerse erguida hasta cumplir cien años o puede troncharse en plena juventud. Depende del vendaval que la azote.
Cañas cascadas somos tú y yo. Cañas cascadas somos todos.
Para Don Quijote el tiempo es sólo vuelo. Cuando ya no era más el Caballero de la Triste Figura, sino Alonso Quijano el bueno, que había logrado ahuyentar todas sus locuras, dice al reducido grupo que presenciaba su agonía: “Señores, vámonos poco a poco, que en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Así somos. Lo repite el salmista. El tiempo pasa y volamos. (90:10)
En las últimas páginas de
MARTÍN FIERRO, el Quijote argentino, el Moreno cantor hace al gaucho unas preguntas que, más que de guitarrero vagabundo de las pampas, parecen salidas de un metafísico preocupado: “respóndeme al momento –inquiere el Moreno en tanto rasguea la guitarra-: ¿cuándo formó Dios el tiempo y por qué lo dividió?” Martín Fierro, que ya había contestado a otras cuestiones audaces del Moreno, no se arredra. Templa su instrumento y explica cantando:
Moreno, voy a decir,
según mi saber alcanza:
El tiempo es sólo tardanza
de lo que está por venir;
no tuvo nunca principio
ni jamás acabará.
Porque el tiempo es una rueda
y rueda es la eternidad;
y si el hombre lo divide
sólo lo hace, en mi sentir,
por saber lo que ha vivido
o le resta por vivir.
Interesante la pregunta del Moreno. Inteligente la respuesta de Martín Fierro.
En la rima de Bécquer que lleva el número 69, el poeta sevillano pontifica:
Al brillar un relámpago nacemos,
Y aún dura su fulgor cuando morimos.
¡Tan corto es el vivir!
La gloria y el amor tras que corremos,
Sombra de un sueño son que perseguimos.
¡Despertar es morir!
Otro poeta andaluz, de Granada,
Federico García Lorca, dice en ASÍ QUE PASEN CINCO AÑOS, libro que ostenta como subtítulo LEYENDA DEL TIEMPO, que el tiempo no es más que un ligero movimiento de los cielos que tiene por misión recoger con apresuramiento el ovillo de nuestra vida. La vida y las cosas pasan ante nuestros ojos con velocidades de siglos. El viejo de chaqué gris y barbas blancas dice al joven de pijama azul en el primer acto de la obra: “cambian más las cosas que tenemos delante de los ojos que las que viven sin distancia debajo de la frente. El agua que viene por el río es completamente distinta a la que se va”.
Pues que todo esto es verdad, pues que
el tiempo pasa como perfume que arrebata el viento, pues que el cáncer del tiempo nos devora poco a poco, elevemos a Dios cada mañana la oración que aprendemos de Moisés: Señor, “enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría” (Salmo 90:12).
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