Poetas, filósofos y músicos de todos los tiempos han cantado himnos de gloria a la soledad del hombre. Desde la contundencia de Séneca: (“Nunca estamos solos”) a la afirmación de Schopenhauer: (“La soledad es la suerte de todos los espíritus extraordinarios”), pensadores de todas las latitudes y a lo largo de las generaciones han exaltado la soledad, diciendo de ella que es la situación ideal del ser humano.
Otros lo han desmentido. El número dos tiene en matemáticas más valor que el uno. El uno expresa soledad, el dos, unidad, pareja, compañía, amor. El hombre que no ama a nadie más que a sí mismo termina odiando la soledad.
Bécquer dio en la diana: “La soledad es más hermosa cuando se tiene a alguien a quien decírselo”. Podemos dominar los vientos, someter las olas del mar, vencer la gravedad, alcanzar éxitos científicos y tecnológicos, llegar a controlar las enfermedades, a suprimir el dolor, pero si la mujer y el hombre no tienen junto al corazón propio otro corazón que lata al unísono, nos sentiremos fracasados como seres humanos. La soledad vive de amor, y de amor está compuesta la vida.
El drama de la soledad lo padecen por igual hombres y mujeres, pero se acentúa más en el elemento femenino. Constituye un auténtico tormento para mujeres solteras, casadas, divorciadas o separadas y viudas.
Para estas últimas la vida suele ser doblemente pesada. Si han quedado viudas a una edad todavía joven y con hijos pequeños, el sufrimiento que han de soportar es mayor. Encontrar un nuevo marido no suele ser fácil. Puede ocurrir, además, que tampoco les apetezca.
Como madres responsables, han de trabajar con esfuerzo para sacar adelante a los hijos que tengan. Como mujeres acostumbradas a una actividad sexual normal en todo matrimonio, ha de reprimir sus exigencias carnales porque su moralidad no les permite devaneos fuera del matrimonio. Y como seres sentimentales, han de marcharse solas a la cama tras una agotadora jornada de trabajo. Para ellas no hay una conversación amable, no hay una caricia, ni un pecho de hombre que sostenga su cabeza cuando la luz sólo brilla en las almas que se quieren. Sus hijos son demasiado pequeños para comprenderlas y ninguna ayuda les pueden prestar.
Alberto Nota, escritor italiano del siglo pasado, tiene una comedia cuyo título es, precisamente, LA VIUDA EN SOLEDAD. El personaje principal de la obra, Marina, se retira a una casa de campo tras quedar viuda. Allí decide escribir sus memorias. El amor le aparece de nuevo en la persona del conde Julio, y Marina decide suspender la publicación de su pequeño libro de memorias porque considera que aún tiene muchas páginas que escribir.
La vida de una viuda, especialmente si es joven, puede tener muchas páginas por escribir. Vestir de negro de los pies a la cabeza, encerrarse con sus hijos entre las cuatro paredes de la casa, apartarse de la sociedad y llorar a solas su desesperación son actitudes negativas que pueden desembocar en un desequilibrio psíquico.
La soledad de las mujeres casadas es otro drama, una nueva forma de tormento que el egoísmo del hombre o su falta de comprensión hacen padecer a la mujer.
El matrimonio, por desgracia, no es una garantía contra la soledad de la mujer. Ya preguntaba Flaubert: “¿Estás segura de que el matrimonio supo vencer la soledad de tu alma?”.
Nuestro Campoamor pensó que rimando el mismo concepto quizá le quitaría algo de su negrura. Y escribió:
“Sin el amor que encanta,
La soledad de un ermitaño espanta,
¡Pero es más espantosa todavía
La soledad de dos en compañía!”.
“¡La soledad de dos en compañía!” Éste es el auténtico tormento de garrucha, porque la cuerda del matrimonio, que debiera servir para atar lazos y sentimientos, se convierte en medio de castigo que va ahogando lentamente a la mujer en su desesperada soledad.
Están también las mujeres solteras y solitarias. Por diversas razones serias. Porque su escaso atractivo físico fue un impedimento a la aproximación del hombre, o porque sus ideas morales y sus condiciones espirituales las llevan a rechazar a pretendientes que no pensaban como ellas en moral ni en religión.
Por una u otra razón, ahí están. “¿Qué verán estas mujeres en su soledad?”, se preguntaba Martín Abril. “¿Mirarán a Dios o se contentarán sólo con las flores de Dios? ¿Y qué escalofríos sentirán? Tal vez ya ninguno. O el que en su estremecedora peligrosidad les recuerde tardes sin terminar de vivir, paisajes de otro tiempo, cielos sin acabar de descubrir en los horizontes…”.
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