El cansancio de la vida, motivo de estudio de los científicos modernos, lo sintió Job en toda su dramática intensidad: “Después de eso abrió Job su boca, y maldijo su día. Y exclamó Job, y dijo: “Perezca el día en que yo nací, y la noche en que se dijo: Varón es concebido. Sea aquel día sombrío, y no cuide de él Dios desde arriba, ni claridad sobre él resplandezca… ¿Por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre? ¿Por qué me recibieron las rodillas? ¿Y a qué los pechos para que mamase? Pues ahora estaría yo muerto, y reposaría, dormiría, y entonces tendría descanso” (Job 3:1-4 y 11-13).
Como cualquier hombre angustiado de hoy, Job se siente arrojado en medio de un mundo inhóspito y cruel. Entre su ya torturado espíritu y el entorno social que le envuelve –familia, trabajo, amistades, protegidos, etc.- se produce una ruptura total. Y Job la denuncia con amargura. “Me abominan, se alejan de mí, y aun de mi rostro no detuvieron su saliva. Porque Dios desató su cuerda y me afligió, por eso se desenfrenaron delante de mi rostro. A la mano derecha se levantó el populacho, empujaron mis pies, y prepararon contra mi caminos de perdición. Mi senda desbarataron, se aprovecharon de mi quebrantamiento, y contra ellos no hubo ayudador. Vinieron como por turbaciones sobre mí, combatieron como viento mi honor, y mi prosperidad pasó como nube” (Job 30:10-15).
Con todo, la angustia de Job no alcanza el punto de la desesperación. En su alma convive esa dualidad de sentimientos aparentemente contradictorios como son la angustia y la esperanza. La afirmación del psiquiatra Enrique Rojas de que en la región vecina de la angustia se encuentra la esperanza, se da, desde luego, en Job.
La noche desaparece y en el alma de Job amanece la luz. La esperanza y la fe ocupan el lugar que antes tuvo la angustia. Desde el seno de la tempestad Dios le habla y Job reconoce la ligereza de sus juicios. La experiencia pasada le vale para una más amplia comprensión de Dios. Su angustia, como en el caso de San Agustín, tiene un desenlace feliz: “Entonces respondió Job a Jehová, y dijo: He aquí que yo soy vil: ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca. Una vez hablé mas no responderé, aun dos veces, mas no volveré a hablar. Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía, cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía. Oye, te ruego, y hablaré; te preguntaré, y tú me enseñarás. De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en `polvo y ceniza” (Job 40:3-5 y 42:2-6).
No es éste el final del drama. La superación de la angustia jamás será posible si el hombre no pone el objetivo de la vida más allá de la vida misma.
Científicos que intervinieron en un Congreso Internacional sobre el Cansancio de la Vida analizaron concienzudamente las causas de este cansancio, los motivos de la angustia que corroe y aniquila. Pero no supieron hallar remedio a estos males del espíritu.
La falta de un motivo concreto para vivir, la ausencia de una razón poderosa que justifique el porqué de la existencia, son vías que conducen a la angustia vital.
Cristo nos da la solución. Nos propone que contemplemos la vida presente como simple camino, no como meta. Que nuestra meta auténtica y definitiva sea el más allá, el cielo, las moradas del Padre, donde nuestra vida adquiere su auténtica dimensión: “No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas, pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal” (Mateo 6:31-34).
Cuando se vive como los discípulos del Señor el día de la ascensión, “con los ojos puestos en el cielo” (Hechos 1:10), cuando se concibe la vida aquí como la oportunidad que Dios nos da para que busquemos las cosas de arriba, y vivamos anhelando lo celestial, la angustia no tiene cabida en el alma. O jamás la invade o desaparece tras la crisis. Ésta fue la experiencia de Job. Él, que fue la personificación viva de la angustia, supo vencerla clavando su mirada más allá de las estrellas y contemplando el infinito sin sombras con los ojos de la fe. Escuchémosle: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí” (Job 19:25-27).
La angustia puede hacer que el corazón desfallezca de dolor. Pero cuando la esperanza y la fe ocupan en el alma el lugar que Dios les tiene destinado, y se enjuicia la vida presente como simple tránsito a otras playas más serenas y de duración eterna, esa angustia se deshace como nube de la mañana.
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