Posiblemente, el más importante de todos los musicales en torno al QUIJOTE sea EL HOMBRE DE LA MANCHA, de Dale Wasserman.
En noviembre de 1965 se estrenó en el teatro ANTA, de Nueva York. Casi un año después, en septiembre de 1966, la obra se representó por vez primera en Madrid. Wasserman, judío americano afincado en Hollywood, estuvo un verano en Madrid escribiendo el guión para una película que nada tenía que ver con España. Aquí leyó por primera vez EL QUIJOTE y aquí nació la idea de escribir EL HOMBRE DE LA MANCHA
. Dice Wasserman que su propósito no fue adaptar EL QUIJOTE, sino pagar tributo a su creador, Cervantes, cuya dramática existencia no consiguió disminuir su comprensión por el género humano ni le hizo perder el sentido del honor ni la fe en sus semejantes. Wasserman quiso captar y transmitir el ideal que late tanto en el autor como en los principales personajes de la novela. El interés de Wasserman fue estimulado, según confesión propia, por una cita de Miguel de Unamuno en la que dice que sólo aquel que se enfrenta al ridículo puede llegar a cumplir lo imposible (ésta es la idea, no la frase literal de Unamuno, que pertenece a su libro VIDA DE DON QUIJOTE Y SANCHO).
Las dos partituras más conocidas de EL HOMBRE DE LA MANCHA son Dulcinea y El sueño imposible. La letra de este magistral canto dice así:
Me voy a transformar en otro hombre;
entrad en mi imaginación y vedlo.
Atención, mundo ruin, despiadado y fanal;
mira bien, porque pronto has de ver
cómo un hombre de honor
a retarte es capaz
y lanzarse a morir o vencer.
Con fe lo imposible soñar;
el mal combatir sin temor;
triunfar sobre el miedo invencible;
en pie soportar el dolor;
amar la pureza sin par;
buscar la verdad del error;
vivir con los brazos abiertos;
creer en un mundo mejor.
Luchar por el bien sin dudar ni temer;
y dispuesto el infierno
a comprar si lo veo el deber.
Yo sé que si logro ser fiel
a mi sueño ideal,
estará mi alma en paz
al llegar de mi vida el final;
Y será este mundo mejor
si hubo quien despreciando el dolor
luchó hasta el último aliento
por ser siempre fiel a su ideal.
Dice Don Quijote: “Me voy a transformar en otro hombre”. La transformación interior es condición indispensable para que el ideal arraigue. La Biblia enseña mucho a este respecto. Dios se transforma en niño para dar ejemplo de humildad al hombre. Le dice que si él, a su vez, se niega a volverse niño, no entrará en el reino de los cielos. La fiera perseguidora que era Saulo de Tarso se transforma en el manso apóstol Pablo, inquilino de las cárceles y carne de muchos azotes. Pedro, inútil y tembloroso, vacilante, cobarde y lagrimero, mal amigo durante un tiempo, se transforma por el ideal de la resurrección en Pedro Corazón de León, valiente apóstol de los gentiles, desfacedor de entuertos farisaicos y retador de poderosos y engreídos gobernantes.
Cuando el ideal está fuertemente arraigado en el pensamiento y en el alma, se considera suficientemente fuerte para desafiar al mundo. Así lo entiende Don Quijote:
“Yo soy yo, Don Quijote,
señor de La Mancha,
me llama el destino a luchar;
yo iré por el mundo
en pos de un ensueño
doquiera me guste llevar.
Donde me quiera llevar,
hasta la gloria alcanzar.
El idealista no conoce límites. La persona con ideales tiene que vivir con los pies en la tierra y la ilusión en el cielo. Transformar el mundo y alcanzar la estrella, ésa debe ser su meta. Como lo canta el personaje:
Ese es mi ideal:
una estrella alcanzar,
no importa cuán lejos
se pueda encontrar”.
Luego viene el reto:
“Mira bien, porque pronto has de ver
cómo un hombre de honor
a retarte es capaz
y lanzarse a morir o vencer”.
El Caballero siente que la fuerza del destino le empuja a la lucha, le invita a recorrer los caminos del mundo en pos de un ensueño. Pero el Caballero sabe también que su ideal es demasiado valioso, sublime en exceso y no puede fijar su mirada última en el barro ni en el mundo. El ideal, para que tenga fuerza de Dios, para que sea agente transformador de corazones y regenerador de conciencias, ha de contar con la estrella, con la gloria. No importa cuán lejos se encuentren. Aunque haya que alcanzarlas a través del túnel de la muerte.
Para Don Quijote, la fuerza del ideal se traduce en energía activa. Dice:
“El mal combatir sin temor;
triunfar sobre el miedo invencible;
en pie soportar el dolor…”.
La confianza en nosotros mismos, en nuestras capacidades, en la fuerza de nuestro mundo interior, puede conducirnos a la conquista del ideal. En palabras del escritor alemán H. Kraze: ·El mundo que cada uno lleva en sí es lo más importante y, en parte, depende de nuestras propias fuerzas el que se estructure grande, puro y bello; ni el lugar, ni el tiempo, ni las circunstancias externas pueden perjudicarlo en modo alguno”.
El ideal debe aspirar a lo más elevado, debe tener intenciones, metas, objetivos. Tal era la ambición de Don Quijote:
“Amar la pureza sin par;
buscar la verdad del error;
vivir con los brazos abiertos;
vivir en un mundo mejor…”.
El ideal de Don Quijote, tal como se expresa en las cuatro líneas del poema, estaba saturado de intenciones nobles y fines elevados: amor, pureza, verdad, fraternidad, fe. Sin embargo, construye demasiado bajo quien construye bajo las estrellas, a nivel de las algarrobas y el estiércol. La falta de éxito en la vida no puede ser atribuida siempre a la mala suerte o a la carencia de oportunidades. Vivir sin ideales conduce al fracaso. Confucio decía: “No son las malas hierbas las que ahogan la buena semilla, sino la negligencia del campesino”.
El ideal rompe las barreras del miedo y de la duda y se mantiene firme a pesar de las dificultades que se le opongan. Así lo concibe Don Quijote:
“Luchar por el bien
sin dudar ni temer;
y dispuesto el infierno
a comprar si lo veo el deber…”.
Vencedor o vencido, el idealista nunca cede. Cuando Don Quijote se encuentra postrado en tierra, con la lanza de su rival blandiendo sobre su rostro, es incapaz de traicionar el motivo de su ideal. Dice: “Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra”. Don Quijote está convencido de que la lucha por el ideal es un imperativo del alma.
“Yo sé que si logro ser fiel
a mi sueño ideal,
estará mi alma en paz
al llegar de mi vida el final”.
Para Don Quijote, el ideal cumplido endulza los últimos instantes de la vida. La paz inunda el alma cuando se llega a la muerte consciente de haber gastado la vida en la consecución de un ideal noble.
Unamuno decía que el atleta no se fija en el recorrido, sino en la meta. Don Quijote permaneció fiel a su ideal hasta el término de sus días. Cervantes le devolvió el juicio antes de morir, pero esto no mató en él el ideal que mantuvo a lo largo de su vida. Estaba seguro del triunfo final cuando dijo:
“Y será este mundo mejor
Si hubo quien despreciando el dolor
Luchó hasta el último aliento
Por ser siempre fiel a su ideal”.
El joven cristiano está llamado a ser un idealista, una persona con ideales elevados. Cervantes, Don Quijote, Dulcinea, Aldonza, Sancho Panza, Wasserman y todos los personajes citados en este artículo son tan sólo símbolos, figuras humanas de las que podemos sacar muchas y muy buenas conclusiones.
Pero
el joven cristiano tiene ante sí un modelo único, inimitable, inigualable: Cristo. El encarnado Hijo de Dios fue, como hombre, el más grande de todos los idealistas. Cristo anduvo el camino hasta el final. ¡Qué ejemplo el de Cristo! ¡Qué entrega la suya! ¡Qué visión del mundo y de la eternidad! ¡Qué fidelidad al ideal! Siempre me ha sobrecogido de emoción y de gratitud el texto de
Lucas 9:51: “Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén”. En Jerusalén estaba la muerte, pero allí estaba también la culminación del ideal que siempre vivió en Él.
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