La aseguradora alemana Munich RE ha puesto número a las catástrofes del año pasado.Terremoto en Haití (12 de enero), en Chile (27 de febrero), centro de China (13 de abril) inundaciones en Pakistán (de julio a septiembre), ola de calor en el verano de Rusia. A todo esto se añadieron severas sequías en el África subsahariana, lluvias torrenciales en Estados Unidos, sequías en Australia, olas de frío en Argentina y Bolivia, hasta el desprendimiento de un iceberg en Groenlandia.
El estudio afirma que “el panorama general de 2010 estuvo dominado por una acumulación de terremotos de un alcance raramente experimentado en décadas anteriores”. En total, según la aseguradora, el año pasado se produjeron 950 catástrofes naturales, el noventa por ciento de ellas relacionadas con episodios metereológicos.No hay bondad ni misericordia en la maravillosa naturaleza, escribió Curzio Malaparte.
El 11 de marzo Japón despertó víctima de una gran catástrofe.El mayor terremoto registrado a lo largo de su historia, 8,9 en la escala de Richter. El terremoto provocó un tsunami con olas gigantescas de diez metros que devastaron la costa noroeste del país, sembrando el caos en el archipiélago y originando una alerta mundial en todo el Pacífico. Tras sufrir el demoledor impacto del tsunami gigante, las autoridades se enfrentaron a la amenaza de una catástrofe nuclear en la central de Fukushima. Japón, castigado con dos explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki en 1945, está viviendo desde el 11 de marzo un nuevo período de angustia. Al 7 de abril se habían contabilizado 12.000 muertos y 15.000 desaparecidos. El desastre nuclear continúa ocupando las primeras páginas de los periódicos en todo el mundo.
El tsunami que hirió a Japón el 11 de marzo llega seis años después de aquél otro tsunami (palabra japonesa) que en diciembre de 2005 castigó severamente a ocho países del sudeste asiático: Sri Lanka, India, Bangladesh, Tailandia, islas Malvinas, Malasia y Myanmar.
En Sri Lanka, el ministro de Educación y Portavoz del Gobierno, Mangola Samaraweera, cifró el número de muertos en 40.000. Hubo 17.000 heridos y 6.000 desaparecidos. Medio millón de personas fueron desplazadas y 100.000 perdieron sus casas y los enseres que en ellas había.
Yo estuve en Sri Lanka para aportar mi grano de arena en ayuda a los necesitados. Realicé tres viajes. En el primero me acompañó David Amoedo, miembro de la Iglesia en La Línea de la Concepción (Cádiz). Establecimos la base en Colombo. En la capital compramos diez toneladas de alimentos, mantas, ropa para mujeres y hombres, material escolar, mochilas para niños y niñas, distribuimos algún dinero cuando veíamos una auténtica necesidad. Durante varios días estuvimos cargando camiones alquilados y repartiéndolo todo por campamentos de desplazados, escuelas, instituciones oficiales, etc. Los dos viajes siguientes los realicé solo. Con ayuda de voluntarios locales continué el trabajo de asistencia a necesitados. Apadriné un orfanato de niñas y otro de niños a los que todavía envío algún dinero de vez en cuando.
Este ministerio lo he realizado en otras zonas donde se han producido catástrofes naturales. He acudido en ayuda de damnificados por lluvias torrenciales en Chiapas (México) y en Venezuela. Dos veces en terremotos que castigaron El Salvador, en cuatro países de América Central heridos por el huracán Mitch en 1998: Guatemala, Honduras, Nicaragua, el Salvador. Mi primera asistencia a damnificados fue en el terremoto que arrasó la ciudad de Managua, Nicaragua, en diciembre de 1972.
He sido testigo directo de muchos sufrimientos, muchas lágrimas de personas que habían perdido familiares, muchas quejas, una en particular, repetida en todas partes, en todos los escenarios: “Cuando estas catástrofes mataban vidas queridas y se llevaban todas nuestras pertenencias, ¿dónde estaba Dios?”.
Dios estaba donde ha estado siempre: en el cielo y en la tierra. En el corazón del ángel y en la búsqueda permanente del ser humano, desde que una tarde preguntara por él cuando se escondía entre los árboles del huerto.
Pero las preguntas persisten. En todos los casos de los corazones desgarrados brota la misma queja y la misma pregunta: “¿por qué ha de pasarme esto a mí?” “El sufrimiento lleva aparejado una oleada de “porqués” que expresan el deseo de encontrar una razón a lo que está sucediendo.
¿Por qué el sufrimiento ha llegado a mi vida, a mi casa, a las personas que quiero?
¿Por qué esta invasión del dolor ahora, cuando en mi fragua se estaban apagando anteriores fuegos?
¿Por qué ha tenido que suceder esto?
¿Por qué todas las desgracias caen sobre mí?
¿Por qué el agua violenta, ancha y fangosa, se ha llevado mi barca?
¿Por qué esta tormenta que ha destrozado mi vida para siempre?
¿Tiene algún sentido todo esto?
Con la autoridad que me da la Biblia puedo decir que Dios no estaba en esas tragedias naturales mencionadas.
El cosmos está hecho de orden y de desorden. Esas montañas que son teatro de encantadora armonía lo son también de avalanchas catastróficas. Pasamos un día de campo y regresamos a casa felices del contacto mantenido con la naturaleza, dando gracias a Dios por ella. Esa misma naturaleza, esas mismas montañas, provocan un desprendimiento de tierra que causan centenares o miles de muertos. ¿Por qué ha de tener Dios una intervención más directa en un caso que en otro? ¿Por qué atribuimos a la naturaleza el placer y a Dios el dolor?
Esa madre naturaleza, como se la llama frecuentemente, se convierte a veces en peligros amenazantes: aludes, inundaciones, huracanes, desbordamientos de ríos y mares. ¿Con qué derecho decimos que la naturaleza es una buena madre cuando nos proporciona el bien y responsabilizamos al Padre cuando se vuelve hostil y enemiga del hombre?
No es justo agradecer a la naturaleza todo cuanto significa plenitud, alegría, felicidad, y culpar a Dios cuando se transforma en dolor, angustia, lágrimas, sufrimientos, muerte.
La naturaleza no tiene siempre un mismo comportamiento. El fuego que alivia el frío cuando el cuerpo está situado a conveniente distancia, lo destruye cuando la distancia se suprime. Sus propias leyes impiden a la naturaleza ser igualmente agradable para cada uno de los siete mil millones de habitantes que ya poblamos el planeta. El camino cuesta arriba para quien va en una dirección se torna cuesta abajo para quien va en dirección contraria. La naturaleza es un baile. Cuando se muestra benigna lo atribuimos a sus leyes inmutables. Cuando se subleva y destruye, culpamos a Dios. Totalmente injusto.
El primer libro de los Reyes, en la primera parte de la Biblia, cuenta una amarga experiencia que tuvo el profeta Elías en tiempo del rey Acab.
Ante la amenaza de Jezabel, quien juró matarlo, Elías huye al desierto y se refugia en el interior de una cueva. Allí experimenta lo que en griego se conoce como teofanía, la aparición o revelación de la divinidad. Leamos otra vez el párrafo bíblico. Estando el profeta en la cueva, “he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová: pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado. Y cuando lo oyó Elías, cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva. Y he aquí vino a él una voz, diciendo: ¿Qué haces aquí, Elías?” (
1º Reyes 19:11-13).
Esta escena es el centro nuclear de todo el libro. Lo mismo que Moisés advirtió la presencia de Dios en el monte Sinaí en medio de terroríficos fenómenos naturales. Elías asiste a un espectáculo parecido, pero de otro signo.
La teofanía propiamente dicha, el pasar del Señor por delante de la cueva donde se escondía el profeta, víctima de una gran depresión, es descrita en términos sorprendentes, no exentos de polémica. Sucesivamente se niegan tres fenómenos naturales. Dios no estaba en el huracán. Dios no estaba en el fuego. Dios no estaba en la tormenta. Dios estaba en la brisa acariciadora. Estaba en el susurro apacible y delicado. La presencia de Dios no se hallaba en los fenómenos tumultuosos y extraordinarios, causantes de tantos desastres. Se encontraba en la voz casi silenciosa que sobrecoge, en la turbada intimidad del profeta.
A este ya largo artículo quiero añadir un poema de la excelente poetisa que fue Gloria Fuertes, ya fallecida. Su título es: “¿Dónde está Dios? Se ve o no se ve”.
Si te tienen que decir dónde está,
Dios se marcha.
De nada vale que te diga que vive en tu garganta.
Que Dios está en las flores y en los granos,
En los pájaros y en las llagas,
En lo feo, en lo triste, en el aire, en el agua;
Dios está en el mar y a veces en el templo,
Dios está en el dolor que queda y en el viejo
Que pasa,
En la madre que pare y en la garrapata, en la mujer
Pública y en la torre de la mezquita blanca.
Dios está en la mina y en la plaza.
Es verdad que está en todas partes,
Pero hay que verle,
Sin preguntar que dónde está como si fuera
Mineral o planta.
Quédate en silencio,
Mírate a la cara.
El misterio de que veas y sientas, ¿no basta?
Pasa un niño cantando,
Tú le amas,
Ahí está Dios.
Le tienes en la lengua cuando cantas,
En la voz cuando blasfemas,
Y cuando preguntas que dónde está,
Esa curiosidad es Dios, que camina por tu sangre
Amarga.
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