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Partir sin despedirse

Mis amigos muertos (10)

Expliqué la semana pasada cómo murió mi amigo GLENN OWEN. Se echó en un sofá para descansar y allí quedó. Le falló el corazón.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 06 DE ENERO DE 2011 23:00 h

Desde el siglo XIV hasta el XVIII en templos católicos abundaban pinturas que representaban la danza de la muerte. Mostraban el aspecto despiadado de la parca, siempre a nuestro lado, danzando el baile de la espera, que llega cuando menos lo pensamos ni lo queremos.

Tuve otros cuatro amigos en España que murieron como el de Texas. En un santiamén, en menos que se santigua un cura loco.

Uno de ellos fue JOSÉ MARTÍNEZ. Había nacido en Chiclana de Segura, provincia de Jaén, en 1900. Convertido a los 25 años, estudió Biblia por aquellos páramos y con 33 años arrancó con su familia a Sevilla. Fue el evangelista de aquella Andalucía. Contribuyó a fundar congregaciones en la capital del río, en Camas, Coin, La línea, Dos Hermanas, Puebla de Cazalla, Málaga, Villarrobledo, Sanlucar de Barrameda y Algeciras, qué se yo. El 80 por 100 de las iglesias que hay en Sevilla son fruto de su trabajo, divisiones y subdivisiones de la que él primeramente estableció en la calle Pedro de Cieza.

MARTÍNEZ y yo nos conocimos en la semana santa (¿santa? De 1957. Desde entonces y hasta su muerte trabajamos juntos. Un piso en la barriada de Rochelambert, donde celebraba los cultos hacia el año 1970, quedó pequeño. El buscó dinero por un lado, yo por otro y compramos un local en la calle Mariano Benlliure. No salía del recinto.

Vigilaba la reconstrucción de las paredes, limpiaba el suelo en cuanto caía una mancha, elegía el color de las pinturas. Luego, la disposición de los bancos, el púlpito, la entrada, la salida. Prácticamente vivía allí. Mimaba el local. Faltaba una semana para ser inaugurado. Se levanta una mañana. Encorva su largo y fuerte cuerpo ante el lavabo para lavarse la cara y encorvado quedó. “Un obispo debería morir de pie”, dijo el que lo fue de la Iglesia Anglicana, John Woolton. De pie murió José Martínez a la temprana edad de 72 años. La muerte canalla no quiso darle ni unos días más para inaugurar su obra.

FRANCISCO VALDELVIRA fue uno de los centenares bautizados por JOSÉ MARTÍNEZ. Lo conocí cuando tenía 17 años. Vivía en Dos Hermanas. Nacido en una familia pobre, él y otros tres hermanos se abrieron camino en la vida convirtiéndose en empresarios con un capitalito regular. Trabajaron mucho. FRANCISCO (Paco), se dedicó al ramo del automóvil. Compraba, vendía y reparaba coches. También se dedicó a comercializar pólizas de seguros.

Nunca perdió la fe que le inculcó la abuela. Ni dejó de asistir a la iglesia. Era generoso. Cuando yo acudía en auxilio de personas afectadas por catástrofes naturales en Asia o en América Latina, contaba con una lista de seis nombres a los que podía pedir que invirtieran para la eternidad en los pobres de la tierra. PACO era uno de los seis. Siempre respondía. “Toda vez que yo no puedo ir, quiero contribuir a que vayas tú”, me decía.

A los 65 años decidió dejar los negocios. Tenía suficiente para vivir. Adoraba a su mujer, CONCHI. Viajaban mucho, sin salir de España, excepto en muy contadas ocasiones. Un matrimonio feliz, con unos hijos casados y establecidos.

El 13 de octubre del año 2008 salió, como de costumbre, a comprar el periódico. Regresó a casa. Tomó asiento frente a la mesa de su despacho. Iba leyendo los titulares. Al instante, un grito: “CONCHI, me siento mal”. Poco después se sintió peor. La muerte. ¿Tan de repente? Si, tan de repente, como le llegó a José MARTÍNEZ. La muerte no tiene vergüenza. Es una malnacida. La muerte es un gorro, dice el proverbio hebreo. Unos se lo ponen, otros se lo quitan.

A CORNELIO CARBAJAL se lo llevó la muerte con el mismo disimulo y la misma astucia que a JOSÉ MARTINEZ y a PACO VALDELVIRA.

CORNELIO nació en Asturias y de jovencito marcho a Argentina. Gastado por los años y algo maltratado regresó a la tierra de la patria querida. Conoció a MERCEDES ZARDAIN y ambos decidieron unir sus vidas. El era un hombre bueno, tranquilo, con nadie se metía y a nadie envidiaba. Cuando se quiere ser bueno es más fácil de lo que se cree. Vivía feliz con la mujer que Dios había puesto en su camino y con la hija, que cuando esto escribo tiene 17 años.

La familia residía en Coslada, a unos 15 kilómetros de Madrid. Una mañana, como tantas, la pareja despierta al mismo tiempo. MERCEDES, que se desvivía por él, le dice: -Quédate en la cama un rato. Preparo el desayuno y te lo traigo.

Fue a la cocina. Preparó el desayuno. Entró al dormitorio. CORNELIO CARBAJAL ya no estaba. Sí, pero no. Estaba muerto, que es como no estar. Otra vez el corazón sirviendo fielmente a la muerte. Había cumplido 78 años. No hay que llevarse las manos a la cabeza. Después de todo somos cementerios ambulantes. Las fosas siempre tienen hambre.

Otra muerte que me impactó profundamente, por dos razones, porque amaba al vivo que murió y porque no esperaba que se fuera así, sin despedirse de mí, a quien tanto quería, fue la de LUIS MATEOS.

Resumo la historia. Durante todo el año 1974, los domingos, en el culto que celebraba en la iglesia de calle Teruel, en Madrid, veía desde el púlpito a un hombre sentado en el último banco, cerca de la puerta, muy atento al mensaje. Cuando yo salía, ya había desaparecido.

Así un domingo y otro, un mes y otro mes. Un día, mientras se oraba al final de la predicación, salí por la puerta trasera del local y le eché mano. Hablamos. Me contó algo de su vida. Era ingeniero. Soltero. Muy católico. Me había escuchado por Radio Intercontinental de Madrid y decidió conocer la iglesia, sin que la Iglesia le conociera a él. Intimamos. Salíamos juntos. Nos queríamos. Fue bautizado por mí el 4 de mayo de 1975.

¡Nunca he visto a un recién convertido identificarse y entregarse a Dios y a la Iglesia como lo hizo LUIS MATEOS! No había una sola persona en la congregación que no lo amara. Me acompañaba en campañas de evangelización. Su coche y él siempre estaban al servicio de quien hiciera falta. MANUEL SALVADOR, de Sevilla, LUIS y yo viajamos a Estados Unidos y a Méjico en una ocasión en la que yo tenía conferencias comprometidas en esos países. La Iglesia de Madrid lo nombró tesorero, cargo que desempeñaba con absoluta fidelidad y eficacia.

El 26 de abril del año 2007 yo hacía los últimos preparativos para viajar a Cuba al día siguiente. Una llamada de la secretaria de la Iglesia me dice: -¿Puede aplazar el viaje a Cuba?
-No, ¿por qué?
-Ha muerto un miembro de la Iglesia.
-¿Quién?
-LUIS MATEOS

Me quedé estatua. No podía ser verdad. Yo había estado cenando con él diez días antes. Era verdad. Murió. Tenía 64 años, pero bien pasaba por 14 menos. Delgado. Ágil. Muy cuidado. Alegre.

Supe cómo había muerto. Jugaba una partida de tenis con su hermano mellizo. Este le lanza la pelota. LUIS se la devuelve y al instante cae al suelo. El hermano piensa que ha sido un resbalón. Se acerca a él. El corazón le había resbalado cuerpo abajo hasta la punta de los pies. Se le escapó el alma, perdió la vida, murió, se fue.

¿A usted le gustaría morir como murieron JOSÉ MARTÍNEZ, FRANCISCO VALDELVIRA, CORNELIO CARBAJAL y LUIS MATEOS, así, sin enterarse, sin un dolor, sin un día de cama?

A mí, no. Yo quiero morir sabiendo que muero. Siete u ocho días antes de que me lleven a la tumba, cuando menos.

-¿Para qué, me preguntan, para arreglar las cuentas con Dios?

Tonterías. Las cuentas de nuestra vida las lleva Dios día a día, minuto a minuto. Lo que yo pueda decirle o rogarle a la hora de la muerte no va a cambiar mi destino. La absolución que el cura da a sus muertos cuando les llega la hora final no es más que otra superstición del catolicismo. Yo quiero estar muriendo a lo largo de una semana, por lo menos, para conocer que muero, que se me va la vida, simplemente. Los muertos no saben lo que es morir y yo quiero saberlo.
 

 


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