Mi primer viaje a Estados Unidos tuvo lugar en junio de 1964. A la salida del enorme aeropuerto de Nueva York me esperaban ZACARIAS CARLES y
MILOSLAV BALOUM. Habían pactado que pernoctaría en casa de este último.
BALOUM era ruso, rubio, fuerte, con una piel muy bien cuidada, un rostro fino al que cada noche dedicaba en el cuarto de baño un mínimo de media hora. Era soltero. Había ejercido de pastor en Buenos Aires, donde aprendió un buen español. Entonces estaba al frente de una iglesia independiente en el Bronx, uno de los barrios más conflictivos de Nueva York, habitado principalmente por portorriqueños. La casa que habitaba era grande, con cuatro dormitorios. Uno lo ocupaba él y otro lo puso a mi disposición. Compartíamos la sala de estar, el cuarto de baño y la cocina.
El cariño ocupa un peldaño más abajo en la escalera del amor. Pero también engancha. Yo permanecí seis meses en aquella casa, con aquel vecino de cuarto. Llegué a quererle con un querer que brotaba de mis adentros. Después de la cena solíamos pasar hasta tres y cuatro horas hablando, cuando no teníamos otros compromisos. Mi amigo el ruso estaba empeñado en que yo ocuparía un lugar destacado en el Protestantismo hispano y me adoctrinaba de continuo.
Una de sus creencias, muy arraigada, tenía que ver con el liderazgo político del cristiano. El creador del mundo es Dios, razonaba, luego Dios quiere que el mundo sea gobernado por cristianos, sólo por cristianos, por buenos cristianos. Yo argüía que en todo el protestantismo no había suficientes líderes cristianos limpios, honrados, nacidos de nuevo, capaces de dirigir un país.
-Ahí está el mal –respondía; que cuando un líder evangélico alcanza un nivel político elevado, se corrompe igual que un católico o un pagano.
Y nos íbamos cada uno a su cuarto.
En 1973 recibí en Madrid una carta firmada por la secretaria de su iglesia comunicándome la muerte de Baloum. Se fue del mundo sin arreglar el mundo. Un día paseaba por el Bronx cuando oyó a sus espaldas voces airadas. Eran los gritos de la muerte que lo llamaban.
¡Ay muerte, muerta seas!
De
MARIO DE ORIVE no sé mucho, pero quiero perpetuar aquí su memoria por un hecho singular y jocoso. Era de Asturias. Estaba emparentado con los laboratorios Orive, mayormente conocido por la producción de pasta dentrífica. Supo de mí en Nueva York y me telefoneó pidiendo que predicara en su iglesia un domingo. Pastoreaba una congregación de tendencia reformada. Terminado el culto comí en su casa. Su mujer y dos hijos. Surgió el tema de las drogas en la juventud. A uno de ellos pregunté cuáles eran las características de un joven drogadicto. Las describió tan bien, con tanta precisión y realismo, que no dudé de su enganche. Semanas después el padre me lo confirmó.
Con aquello de que los dos éramos españoles y conocíamos a gente del país, nos veíamos de vez en cuando. Otro día yo lo invité a comer en Harlem. Queríamos tomar un poco de vino con la comida. Pero él andaba con vestidura de pastor reformado y no se atrevía. Buscamos un restaurante aislado. Entramos. Tomamos asiento ante la mesa. El pidió una cerveza. Estaba inclinando el vaso garganta abajo, para saborear el líquido, cuando entraron tres negros. Uno de ellos se dirigió a ORIVE con mirada de fiera y le espetó:
-“¡No le da vergüenza, usted un pastor protestante y bebiendo cerveza!
Saltó como un resorte, al tiempo que me decía:
-“Lo ve, Monroy, esto no es España. Vámonos. Lejos de aquél entramos en otro restaurante y consumimos dos filetes de ternera, patatas fritas y coca cola.
¿Dónde está ahora MARIO DE ORIVE? ¿Recordará aquella experiencia en el Harlem neoyorquino? Supe que había muerto del corazón. Pero después de muerto, ¿desaparece también el recuerdo? ¿Se va por el espacio y el tiempo? ¡Qué triste!
Está también
JUAN FRANCISCO RODRÍGUEZ, el Doctor Rodríguez, como le llamábamos. Andaría por los 70 años cuando topé con él en San Juan de Puerto Rico. Era negro, negro, muy negro. Bajo de estatura, ancho de cuerpo, rostro de ángel. Era cultísimo. Teólogo. Periodista. Escritor. Filósofo. Predicador. Evangelista. Educador. Por aquél entonces, Director del Seminario Defensores de la Fe en San Juan. Tenía hijos brillantes. Uno ingeniero. Otro juez. Otro abogado. Otras profesoras de Universidad.
Frecuenté algunos años su amistad. Me entregó varias carpetas con artículos, sermones, discursos, conferencias, que yo corregí y clasifiqué, resultando en cuatro libros que le publiqué en España, con largos prólogos en los que volqué el amor que le profesaba.
Soñaba con España. Quería conocerla. Lo traje. Me tomé dos semanas libres y recorrimos toda Andalucía y otras regiones.
Una noche llegamos a Puebla de Cazalla, en la provincia de Sevilla, donde yo debía hablar con una familia. Llamé a la puerta. Abrió una niña de 12 años y volvió a cerrarla asustada. Insistí y regresó. Pregunté: -¿Qué te pasa, niña?
Sonriendo, con aquella tierna y bondadosa sonrisa que le caracterizaba, el DOCTOR RODRÍGUEZ intervino: -No le pregunte, hermano MONROY. Esta niña nunca ha visto a un negro. Menos a esta hora de la noche.
Visitando la Alhambra se apartó de mí. Lo encontré hablando con un gitano. Me llamó con voz cargada de emoción, como de haber hecho un gran descubrimiento.
-Venga, venga, hermano MONROY. Este hombre dice que es primo de GARCÍA LORCA. Se llama GARCÍA.
Me lo llevé agarrándolo con suavidad de un brazo.
-Por favor, DOCTOR RODRÍGUEZ, media España se apellida García.
Murió la esposa. Murió el hijo ingeniero. Murió el hijo juez. Murió el hijo abogado. Después murió él. Una vida sola y tantas muertes. ¿Por qué, Dios?
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