Emiliano nació en Tenerife, pero sus padres, emigrantes, lo llevaron de pequeño a Cuba. Aquí se produjo su conversión. Estudió durante seis años en el Seminario Evangélico Los Pinos Nuevos en Villa Clara, hacia el norte de la isla. Una vez graduado se embarcó como misionero para anunciar el Evangelio a los muchos familiares que tenía en Tenerife. Al llegar reorganizó el pequeño grupo que se reunía en la capital, elevándolo hasta más de cien miembros, y fundó otra Iglesia en La Orotava. Fatigado de vivir solo regresó a su isla cubana en busca de mujer. Yo le sucedí como pastor en las iglesias de Santa Cruz y La Orotava. Tenía entonces 24 años. Yo, no él.
Emiliano volvió a Tenerife con Blanca, una esposa tan consagrada como él: el matrimonio se instaló en Icod de los Vinos. En torno a los años 70 Emiliano comenzó a padecer problemas de visión. En la revista que yo entonces dirigía en Madrid, RESTAURACIÓN, solicité ayuda económica para que pudiera ser tratado en Barcelona. Los lectores respondieron con generosidad. Le enviamos más dinero del que necesitaba. Pero no hubo nada que hacer. Tras un par de años con cirugía ocular y varios tratamientos, quedó definitivamente ciego.
Recuerdo a Emiliano con gran pasión. Durante el año y medio que estuve a su lado como ayudante de pastor, al tiempo que hacia “la mili”, me enseñó muchas cosas.
Era pequeño de estatura, algo gordo, casi calvo. En mi vida he conocido a un hombre tan consagrado como él lo era. Oraba de rodillas varias veces al día. Leía continuamente la Biblia. Era humilde, amable con la gente, predicador tranquilo y sosegado, profundo al explicar la Palabra.
El filósofo y poeta Ralph W. Emerson dijo que en la humildad está la fortaleza y la grandeza de la persona. Pero esto importaba poco a la muerte. También le tenía sin cuidado el hecho de que éste hombre de Dios poseyera las características que Pablo menciona en Colosenses 3:12. Ni que estuviera ciego. Mejor para ella, para la muerte, así no la veía acercarse a su cama. Aunque a la muerte no se la oye, porque siempre anda en zapatillas. A Dios, en cambio, no le importaba la ceguera de Emiliano.
Tenía preparada nueva luz para él y lo mandó a buscar con un mensajero que se abrió camino hasta el alma de
Emiliano a través de las plataneras.
OTROS ENTRAÑABLES AMIGOS
De mi etapa canaria no puedo olvidar a dos entrañables amigos que tuve en el cuartel militar. Uno se hacía llamar
Ventura Carreño Monte. Era de Jauja, en la provincia de Córdoba. No le habían enseñado a leer ni a escribir. Lanzando carcajadas decía que cuando le llegó la hora del servicio militar andaba por los montes y lo cazaron a lazo para vestirlo de caqui. Los dos compartíamos una litera doble. El dormía en la cama de arriba y yo en la de abajo. Era delgadito, bajito. Pesaba poco. Algunas noches lo impulsaba con mis piernas hacia arriba y el soldado saltaba. “Monroy –decía- me vas a dar contra el techo. Quédate quieto o llamo al sargento”.
Nunca lo llamaba.
En su Jauja natal Ventura tenía una novia. Ella tampoco leía ni escribía. Las cartas que mandaba a su amor las escribía una amiga de ella. Y las que Ventura enviaba a ella las escribía yo. Un día la corresponsal de la novia de mi amigo solicitó que le mandara un retrato mío. En realidad se estaban estableciendo unos lazos invisibles, pero en parte justificados, ya que toda la correspondencia sentimental de los novios la redactábamos ella y yo.
Un año, muchos después de la salida del cuartel, conduciendo por la carretera de Málaga a Córdoba, leí la indicación que ponía: “A Jauja”. Giré el volante y llegué al pueblo. En el primer bar donde entré pregunté si conocían a un tal Ventura Carreño Monte,
que había hecho el servicio militar en Tenerife. El hombre tras la barra respondió enseguida_ “Si, el marido de la “Mocha”. Obtuve la dirección. Llamé a la puerta y me abrió la mujer a quien yo escribía las cartas de su novio.
Era coja. Ventura llegó poco después y estuvimos varias horas desenterrando recuerdos.
Pasados años, no sé cuántos, quise ver de nuevo a mi amigo de “la mili”. Fui a Jauja, llamé a la misma puerta, me abrió la misma mujer, “la Mocha” me dijo, con un llanto incipiente, que la muerte le lanzó un dardo al corazón mientras trabajaba en el monte y se lo entregaron cadáver, esto es, con corazón, pero sin alma.
Al otro amigo al que evoco con añoranza lo tuve más cerca de mí que a Ventura Carreño. Y sin embargo sólo recuerdo el nombre:
Lorenzo. Era de La Palma, una de las siete islas canarias, situada en el sector occidental del archipiélago. Físicamente era lo opuesto a Ventura: alto, de cara redonda, entrado en carnes, sin llegar a gordo, de fuerte constitución.
Lorenzo no estaba loco, ni era tonto, pero padecía leves trastornos mentales. Según me contaba cuando teníamos oportunidad de pasear juntos, a los 17 años la Guardia Civil de Franco lo acusó de un robo que no había cometido. Durante una semana le dieron tales palizas para que confesara lo que no podía confesar, que cuando lo soltaron salió de la cárcel con la mente alterada. Aún así no le eximieron del servicio militar.
Nunca leyó cosa alguna sobre la Unión Soviética, pero todo lo de aquellas tierras le fascinaba. Yo le contaba lo que sabía. Siempre que se dirigía a mí me llamaba “Monroy soviético”.
Tengo esta escena en la mente como si la estuviera viviendo o contemplando ahora mismo a través de un espejo: Una mañana estábamos practicando tiro el blanco. Lorenzo estaba a mi lado cuerpo a tierra. Disparaba dos o tres metros por encima de la diana señalizada. El teniente que dirigía la instrucción, de apellido Peñalver, se acercó furioso a mi amigo y le increpó: “¿Dónde estás disparando?”. Lorenzo, sin inmutarse, respondió: “A aquellos soviéticos que se acercan por allí, mi teniente”.
Seis o siete días antes de abandonar el cuartel Lorenzo se acercó a mí con cara de lástima y me suplicó: “Monroy, no me dejes aquí, llévame contigo a Marruecos”. Se me partió el corazón al oírlo.
Lo habría hecho de haber podido. Pero Marruecos era un país extranjero y había que mover muchos papeles.
En el último viaje que hice a Santa Cruz de Tenerife me encontré en la iglesia con un hombre que había conocido a Lorenzo.
Me confesó que había muerto no se sabía de qué, de desgana de vivir tal vez. ¡Qué más da! La muerte no distingue entre una y otra enfermedad. Sólo sabe que si uno está vivo, le pertenece.
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