¿La razón? Yo apenas llevaba seis meses de convertido, ya sentía dentro de mí la pasión evangelística que siempre me ha caracterizado y creía que un cuartel, con tantos jóvenes soldados, sería el lugar ideal para dar testimonio de mi nueva fe. ¡Ingenuo de mí! ¡No sabía lo que me esperaba en aquél ejército de Franco, dominado por el nacionalcatolicismo!
El primer domingo que me dejaron libre me dirigí a la dirección que había conseguido en Tánger. Llamé a la puerta. Abrió un hombre de unos 30 años. Era
Genaro March. Me recibió con amabilidad. Dijo que sí, que era evangélico; la reunión de aquél día tendría lugar en el domicilio de su novia,
Etelvina. Allá fuimos los dos. Un salón relativamente pequeño. Unas 15 personas. Genaro me presentó. Dijo de dónde procedía, cómo me llamaba, todo eso. Y añadió literalmente: “parece buen muchacho”. En este punto interviene uno de los presentes en la reunión y dice, también literalmente: “El otro al principio tenía la misma cara de tonto que éste y todos sabemos cómo resultó”.
Me quedé de plomo. Cara de tonto debía tener, con aquél desangelao uniforme caqui y el pelo cortado al cero. Pero al afeitarme aquella mañana ante el espejo yo no lo había notado.
Pedí permiso para hablar; dije que yo había acudido allí en busca de una iglesia y de hermanos espirituales. Sólo eso. Dije más, pero no lo recuerdo.
Se llamaba
Moisés el hombre al que parecí tonto. Poco tiempo después me resultó muy simpático. Nos hicimos buenos amigos. Me explicó el por qué de aquél juicio improcedente. Al llegar yo acababa de despedirse otro soldado evangélico conocido por Santitos. Era hijo del obispo de la Iglesia Española Reformada Episcopal, Santos Molina. Al parecer, Santitos no había dejado entre ellos buena impresión. No quiero escribir más.
Genaro March
vivía con su madre y su padrastro, a quien llamábamos
don Manuel. Hasta su muerte fue un peso pesado en la congregación. El y su mujer,
Sira, habían pasado años en Cuba.
Sira se desvivía por su hijo, siempre delicado de salud.
Genaro y yo convertimos la hermandad espiritual en esa clase de amistad que según la Biblia es una fortaleza. Dejó la tierra cuando yo vivía en Madrid.
Etelvina, que lo amaba hasta la desesperación, quedó con fuerte dolor en el alma, consolada por los dos hijos que tuvieron tiempo de engendrar.
Entre las personas que había en aquella reunión, donde me llamaron tonto, estaba
Matilde Tarquis. ¡Qué gran mujer! ¡Qué ejemplo de entrega a Dios y al prójimo! ¡Qué grandeza espiritual! Embellecía todo lo que tocaba. Siempre tenía palabras tiernas. Era maestra de los jóvenes, compañera de los adultos, nodriza de los ancianos.
Para mí Matilde Tarquis
fue un ángel protector. En el número 7 de la calle Prosperidad solía reunirse con otras tres mujeres:
Teresa, Marina y Clara, la dueña de la casa. A pesar de la escasez de la época, el grupo se las arreglaba para hacerme llegar alimentos que suplementaban la escasa y mala comida del cuartel. Un par de años más tarde regresé a Tenerife como pastor de dos iglesias. Entre ambas me daban 300 pesetas al mes. Matilde pagaba muchas veces mi pensión a doña Guadalupe,
en cuya casa de Santa Cruz me hospedaba cada quince días. Los otros quince los vivía en La Orotava. Doña Guadalupe
me decía simplemente que una persona de la iglesia había pagado mi estancia. Pero yo sabía que era Matilde. No quería que su mano izquierda supiera lo que la derecha hacía.
Matilde tenía tres hermanas:
Celinda, Julia y Dácil. A ésta última la vi pocas veces. Julia sí, acudía con Matilde a todas las reuniones. Si puede decirse de una mujer que es un torrente de alegría, Julia lo era. Celinda contrajo matrimonio con
Manolo González, miembro de la Iglesia en Las Palmas. Fue mi primer viaje en avión. La pareja me invitó a su boda y pagó el billete del aeroplano.
Manolo y Celinda, Celinda y Manolo, eran dos almas de Dios. Consagrados, practicantes de la fe, entregados a Dios. Entre ellos viví una escena que hasta hoy tengo grabada en la mente. Manolo tenía un taller de ebanistería. Se asoció con otro miembro de la iglesia y esto fue su ruina. Predicando yo un domingo en la Iglesia de Las Palmas lo llamé por teléfono pidiéndole que me invitara a merendar antes de la reunión. Dijo que sí. Cuando llegué a su casa puso sobre la mesa tres vasos de agua y dio gracias a Dios por ellos. No tenían otra cosa, pero agradecían al Señor lo que tenían. El agua.
¡Cómo se amaban! No tuvieron hijos y vivía el uno para el otro, o para la otra, como se quiera. Su amor estaba prendido del tiempo. Amaban como si el mundo fuera a acabar al día siguiente. El murió antes que ella. Aquello trastornó la vida de Celinda. Me escribía largas cartas pidiéndome que le explicara con argumentos de la Biblia si Manolo seguía desde el cielo sus pasos en la tierra. Tampoco yo tenía respuesta. No la respuesta que ella esperaba. Harta de investigar decidió preguntárselo a su Manolo. Voló a su encuentro en ese lugar donde todo es misterio para nosotros y todo claridad para quienes allí viven.
¡
Tía Inocencia era diferente! La llamábamos así porque era tía de
Emiliano Acosta, a quien tengo reservado amplio espacio en mi próximo artículo.
Tía Inocencia
era viejita, menudita, frágil como el aroma, delgada como un suspiro. Nunca la enseñaron a leer ni a escribir. Pasó sus años fuertes trabajando en el monte. Con mucho esfuerzo había logrado construir una casita con bloques de cemento en la parte alta de La Orotava, en La Florida. Allí vivía con su única hija, Anita, de unos 35 años entonces. Le sobraban kilos. Tenía una pierna amputada. Pasaba los días dándole con la pierna buena a una máquina de coser, que le proporcionaba algún dinero. La casa no tenía baño. Yo viví con Tía Inocencia
dos años. Dormía en una habitación que había construido para su sobrino Emiliano. Comía lo que había. Tampoco yo podía colaborar mucho económicamente. Todas las mañanas Tía Inocencia
me despertaba con una tacita de café, la achicoria que entonces había. Siempre tenía los pelos revueltos. A veces algunos de ellos nadaban en el café. Yo los quitaba y punto en boca.
¡Qué feliz fui en aquella casa, en aquella zona de altura, querido por todos los miembros de la congregación que pastoreaba!
El día que abandoné La Orotava rumbo a Marruecos no pude despedirme de Tía Inocencia. Anita me dijo que no quería verme partir y se escondió en algún lugar del monte. ¡Los sentimientos encadenan! Estaba en Madrid cuando
Manuela, vecina y también evangélica, me escribió diciendo que Tía Inocencia
había muerto.
Casi todos los personajes de este capítulo se encuentran ya al otro lado de la tierra. Murieron Genaro, don Manuel, Cira, Moisés, Manolo, Celinda, Tía Inocencia, Anita. Matilde murió hace pocos meses, con más de 90 años. Siguen vivos Etelvina, Julia y Dácil.
¡Cada amigo que muere adelgaza nuestro futuro!
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