Tiatira era un centro con industrias de tejidos y tintorería. De aquí era Lidia, la mujer que se convirtió con el apóstol Pablo y le ayudó a establecer la iglesia en Filipos.
A pesar de algunos reproches a esta iglesia, Cristo la alaba por su comportamiento cristiano: “
Yo conozco tus obras, y amor, y fe, y servicio, y tu paciencia, y que tus obras postreras son más que las primeras (
Apocalipsis 2:19).
Muchas veces creemos que nuestro comportamiento cristiano está lleno de imperfecciones y nos desanimamos por ello.
En
Apocalipsis 5:1-4 tenemos esta escena:
Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Y vi a un ángel fuerte que pregonaba a gran voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos? Y ninguno, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro, ni aun mirarlo. Y lloraba yo mucho, porque no se había hallado a ninguno digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo.
El universo entero, incluso cada planeta, cada galaxia, cada generación y raza, fue escrutado minuciosamente a fin de encontrar a una sola persona que fuese digna ante los ojos de Dios, pero no se encontró por ninguna parte.
Ni Enoc, quien anduvo tan cerca de Dios que un día fue trasladado directamente al cielo.
Ni Abraham, a quien Dios llamó su amigo.
Ni Sara, quien por fe concibió y dio a luz un hijo cuando tenía noventa años de edad.
Ni Moisés, el hombre más manso en toda la tierra.
Ni Sansón, el hombre más fuerte.
Ni David, el hombre conforme al corazón de Dios.
Ni Salomón, el hombre más sabio de su época.
Ni Elías, quien no sufrió la muerte, sino que fue llevado al cielo en un carro de fuego.
Ni Isaías, el más grande entre los profetas del Antiguo Testamento.
Ni Juan el Bautista, de quien Jesús dijo que era el más grande entre los nacidos de mujer.
Ni María, la madre de Jesús.
Ni Pedro, quien dirigió a tres mil personas en un solo día a responder al Evangelio que presentó en un valiente sermón y quien abrió la puerta para que el evangelio fuese predicado a los gentiles.
Ni Pablo, el evangelista más grande de todos los tiempos, quien fue el autor humano de la mayor cantidad de escritos del Nuevo Testamento.
Ni Juan, quien estaba registrando esta visión.
Ni alguno de los millones de hijos de Adán e hijas de Eva, ninguno de ellos fue hallado digno de abrir el libro, ¡ni siquiera de mirarlo!
Juan estaba apesadumbrado. Dice:
Y lloraba yo mucho, porque no se había hallado a ninguno digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo (
Apocalipsis 5:4). ¡El anciano apóstol se quedó allí y lloró desconsolado y desesperanzado!
¿Quién puede culpar a Juan por haber llorado en ese momento? Sin duda alguna ¡el terror se apoderó de su corazón y la desesperanza de su mente! Debió de haber sollozado y derramado muchas lágrimas con un profundo sentimiento de vergüenza porque la raza humana entera había fracasado en el cumplimiento del propósito original que Dios tuvo para ella al crearla.
Mientras el apóstol seguía de pie en la tierra con lágrimas que bajaban por su rostro arrugado y que humedecían su barba gris y larga, uno de los ancianos se levantó de su trono en el cielo y fue hasta el lugar donde se encontraba el apóstol.
Enjugando sus lágrimas, le dijo con gran gentileza:
No llores (
Apocalipsis 5:5a). Enseguida, como una voz que debió de resonar con una apasionada anticipación de la victoria final, el anciano anunció:
He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos (
Apocalipsis 5:5b).
En otras palabras, le dijo: “Juan, ¡sí existe un Hombre que es digno y capaz! ¡Hay un Hombre en todo el universo, quien es digno ante los ojos de Dios para regir el mundo y cumplir el propósito de Dios para la raza humana! ¡Uno nada más! ¡Un Hombre a quien nadie puede igualar en posición! Ese Hombre es también Dios”.
Ese Hombre es Cristo. Él tiene para nosotros un mensaje de esperanza: Así lo dice San Pablo:
Es Cristo en vosotros la esperanza de gloria (
Colosenses 1:27).
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