Estos son los hechos, sencilla y verídicamente contados, con las respectivas sentencias eclesiásticas delante de mis ojos:
En la ciudad de Huelva, una señora cuyo nombre responde a las iníciales J. M. G., bautizada en la Iglesia católica, se convierte a la secta de los Testigos de Jehová. El esposo, J. L. L. L., denuncia esta conversión a las autoridades eclesiásticas y
el obispado católico de la diócesis, tras el consiguiente proceso, decreta estos tremendos actos de injusticia humana:
Primero: La separación total del matrimonio. Ustedes ignoran todas las razones morales de la esposa, pasan por encima de sus derechos humanos y de sus sentimientos de mujer, y así, con una sentencia en frío, ordenan la separación de esas dos vidas, atendiendo sólo a las razones del marido, sin otra consideración que valga en sus juicios.
Segundo: Deciden ustedes que los hijos habidos en el matrimonio queden bajo la potestad del marido. Arrancan a la madre trozos de sus entrañas, privan a los hijos de los calores, amores y cuidados maternales y los dejan a cargo de un hombre que con toda seguridad se buscará otra mujer extraña a esos hijos.
Tercero: Para aumentar la desgracia de esta pobre mujer cuyo único delito ha sido buscar una fe que ustedes no han sabido darle, establecen que todos los bienes gananciales queden propiedad del marido. ¡Aunque éste los derroche en las tabernas!
Cuarto: Sentencian ustedes que el marido no tiene obligación alguna de pasar pensión a la esposa ni de preocuparse para nada de su alimentación. ¡Si se muere de hambre, que se muera! ¿Verdad, señores obispos?
Quinto: Dan ustedes un paso más en el camino de la injusticia y decretan que el marido -¡el bueno e inocente del marido!- tiene el derecho, si lo desea ejercitar, a reclamar el sueldo que la mujer pueda percibir en cualquier tipo de trabajo que realice.
Es decir: Porque una señora española, que llevaba años sin practicar la fe católica, se convierte a una fe distinta, ustedes le rompen el matrimonio, le quitan los hijos, la desposeen de los bienes gananciales que la ley civil le concede, la privan de la pensión alimenticia que el marido está obligado a darle y encima le hipotecan el poco dinero que pueda ganar en un trabajo honrado.
¿Se puede hacer más con una rata, señores obispos?
¡Todo esto, a los cuatrocientos setenta y seis años de la muerte de Torquemada!
Y ya son dos los casos. Lo mismo que en Huelva, exactamente lo mismo, ha ocurrido en Bilbao. Aquí la víctima es otra madre, llamada M.L.M.C.G. Esta es la culpable, según la sentencia eclesiástica. El bueno, el inocente del marido se llama L.P.G. En el caso de la señora de Bilbao su conversión no ha sido a los Testigos de Jehová, sino a una congregación evangélica de la ciudad. También esta señora ha quedado, de la noche a la mañana, sin marido, sin hijos, sin casa y sin alimentos. En esta sentencia eclesiástica de separación ha intervenido el obispo doctor Añoveros. ¡El liberal, el progresista, el denunciador de injusticias sociales, el humanista obispo Añoveros! ¡Si no fuera, señores, porque nos tienen ustedes harto acostumbrados a estas enormes contradicciones…!
No crean ustedes que me pongo trágico, señores obispos. No me van los melodramas ni las demagogias. Pero les aseguro que todo mi ser se estremece ya no sé si de indignación, de rebeldía, de impotencia, de rabia o de compasión hacia ustedes. No estoy abogando por estas dos mujeres en concreto. Mi fe no comparte algunos puntos doctrinales de los que acepta la señora de Bilbao. En cuanto a los Testigos de Jehová, he escrito un libro de casi 300 páginas denunciando sus errores. No me mueve a la protesta los casos particulares de Huelva y Bilbao, sino el principio que están ustedes estableciendo en el país. El atentado que esto supone a todos los derechos, a todas las libertades, a todas las dignidades de la persona humana.
Ya sé, ya, que ustedes duermen tranquilos, sin peso alguno en la conciencia, porque estas separaciones matrimoniales las llevan a cabo con todas las formalidades legales. Conozco algo del Código de Derecho Canónico, vigente a pesar de su anacronismo. Sé que el canon 1.131 dice textualmente así: “Si uno de los cónyuges da su nombre a una sexta acatólica… y otras cosas semejantes, son todas ellas causas legítimas para que el otro cónyuge pueda separarse con autorización del Ordinario local, y hasta por autoridad propia si le constan con certeza y y hay peligro en la tardanza”.
Este texto y los privilegios que les concede a ustedes el vigente concordato entre España y el Vaticano forman una aparente cobertura legal para disolver matrimonios como los de Huelva y Bilbao. Pero, señores obispos, con este procedimiento pueden ustedes, si lo desean, disolver cien mil matrimonios en España, arruinar cien mil familias y perjudicar a medio millón de niños verdaderamente inocentes.
¿Es para ustedes, por desventura, más importante la letra que el espíritu? ¿Pesa más la ley que el amor?
A mí, a la verdad, me resulta algo sospechoso el que nunca, desde la firma del concordato, hayan usado ustedes de semejantes privilegios, refrendados por el Derecho canónico, para disolver este tipo de matrimonio interconfesional. ¿Por qué antes no y ahora sí? ¿Por qué ahora precisamente, cuando las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado están pasando por momentos de crisis? ¿Acaso pretenden ustedes, con estas medidas, crear un problema –uno más- a la Administración del país? ¿Y quieren ustedes utilizar a los no católicos como conejitos de Indias para su “tour de force”? ¿Es que no tienen ustedes bastante con la reciente lección de Italia?
Si yo escribiera este artículo para especialistas, juntaría argumentos y demostraría que medidas tales como las de Huelva y Bilbao van en contra del Fuero de los Españoles, en contra de la Ley civil de junio de 1967 que regula el derecho al ejercicio de la libertad religiosa en España, en contra de la Declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, en contra de los Derechos Humanos proclamados por la UNESCO y aceptados y firmados por España y por el Vaticano y en contra de la práctica de la propia Iglesia católica en otros países del mundo. Pero ni escribo para técnicos ni quiero dedicar a este artículo más espacio del estrictamente necesario.
Con todo, no quiero concluir sin dar un aldabonazo a la conciencia de los protestantes españoles partidarios del ecumenismo. Si después de estos casos aún siguen creyendo en ese ecumenismo de fachada propuesto por la Iglesia católica es que han perdido la cabeza, o el corazón, lo cual es peor, o los dos miembros a la vez. Porque estas sentencias de los obispos de Huelva y Bilbao suponen un golpe de muerte para las relaciones ecuménicas y demuestran la falta total de interés ecuménico por parte de la jerarquía católica.
No sólo supone negación del espíritu ecuménico; es también un freno brusco a la evangelización. Si estas medidas prosperan, los españoles rehuirán las conversiones por miedo a la destrucción de sus familias.
Por tanto, yo denuncio desde aquí a los protestantes españoles partidarios de este ecumenismo sin lógica y les pido que abran de una vez sus ojos a la realidad.
Denuncio igualmente las medidas injustas adoptadas por los obispados de Huelva y de Bilbao y pido a la Conferencia Episcopal española y al Papa Pablo VI que corrijan estas injusticias, que restituyan a las personas perjudicadas en todos sus derechos y que tomen las medidas necesarias para evitar la repetición de estos tristes casos.
Y puesto que el artículo tercero del Fuero de los Españoles dice que “la ley ampara por igual el derecho de todos los españoles, sin preferencia de clases ni acepción de personas”, como español pido al Gobierno intervenga como lo estime conveniente para subsanar estas injusticias y cortar de raíz su alarmante brote. Lo pido en mi nombre, lo pido en nombre de las Iglesias de Cristo en España y lo pido en nombre del 97 por 100 de la población no católica del país. Y es de justicia lo que todos pedimos. Creo yo.
Queden en paz,
Juan Antonio Monroy
Restauración, Madrid junio 1974
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