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Carta al Nuncio del Vaticano (1962)

Las cartas que sí escribí (I)

La literatura epistolar es un género antiguo. Las cartas escritas por Cicerón entre los años 68 y 43 antes de Jesucristo formaron en su día 16 pequeños libros. Las epístolas de Horacio, conversaciones escritas entre los años 30 al 20 anteriores a la era cristiana, se tienen en gran estima hasta el día de hoy.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 12 DE NOVIEMBRE DE 2009 23:00 h

En el Nuevo Testamento encontramos 14 cartas escritas por San Pablo y otras de Juan, Pedro, Santiago y Judas, remitidas a iglesias o a individuos. En el epistolario de Galileo figuran más de 4.000 cartas, de las cuales 430 fueron redactadas por el ilustre científico.

Miguel de Unamuno fue un cultivador entusiasta y original del género epistolar. En una época de su vida confesó que había llegado a la “epistolomanía”. Del Premio Nobel Camilo José Cela dice Rodríguez Marcos que se conservan en su fundación 90.000 cartas. Las cartas de Américo Castro suman 300 páginas en uno de sus libros. La relación de epistolarios de hombres y mujeres que adquirieron fama en el arte de escribir comprende 64 páginas en el cuarto tomo del DICCIONARIO ILUSTRADO, de la antigua Editorial Montaner y Simón.

Con este primer artículo incorporo a la programación de Protestante Digital este género epistolar tan abundante y apreciado en la historia de la literatura. Lo hago con cartas que a lo largo de años he escrito a políticos, religiosos, intelectuales y otros personajes de la vida española.

Todas reflejan el clima de intolerancia impuesto por el nacionalcatolicismo desde el final de la guerra incivil hasta los inicios de los años 70. Son, en cierto modo, continuación de mis artículos anteriores que analizaban la época y la situación de la minoría protestante en España. Inicio la serie con la carta que va a continuación.

CARTA AL NUNCIO DEL VATICANO EN ESPAÑA
LA VERDAD, Tánger, julio de 1962.
Ya está usted en España, señor Nuncio. Llega usted en un mal momento; cuando las relaciones entre la Iglesia que usted representa y el Gobierno de mi país están algo tensas.

Para que se de cuenta de los buenos que somos los españoles, se le ha estado preparando el terreno y escribiendo muchas cosas bonitas de usted. Mientras que usted estaba en Roma estableciendo contactos con los medios españoles y asistiendo a recepciones dadas por nuestro Embajador en el Vaticano, aquí, en España, se escribía acerca de su gran inteligencia, de los varios idiomas que usted habla, de las labores que ha desempeñado en momentos difíciles, de cuando le calumniaron a usted y le expulsaron de China y de otros hechos y virtudes que le halagan. Hasta un periodista ingenuo, jugando con su apellido, ha querido ver en su Riberi ascendencia española y cierta concomitancia con el gallego Ribeiros. Yo, que leo mucho, me he enterado de lo grande que dicen que es usted y de las cosas que ha hecho desde que nació en Montecarlo hace sesenta y cinco años. Me he enterado por los periódicos de mi tierra, claro.

Le decía, señor Nuncio, que llega usted a España en un momento muy crítico. Pero me temo que eso no debe preocuparle mucho. Después de todo, usted sabe bien que España para el Vaticano es Jauja, algo así como Venezuela para los canarios, sólo que en grande. España tiene firmado con ustedes un Concordato que es único en su género, y que les proporciona muchas grandes ventajas. Usted, desde luego, conoce esas ventajas mucho mejor que este periodista que le escribe. Yo sólo sé que su Iglesia cuenta en España con seis grandes diarios, una Agencia de Prensa, una infinidad de semanarios y revistas periódicas, una gran Editorial que es sociedad anónima, una potente cadena de Emisoras que funciona por todo el país bajo el nombre de Emisoras Populares. Todo eso es propiedad exclusiva de la Iglesia Católica, como lo es también la Escuela de Periodismo de Madrid y la Universidad de Navarra, donde los estudiantes obtienen títulos universitarios que tienen el mismo valor que los emitidos por las Universidades del Estado. Y muchas cosas más, señor Nuncio, muchísimas, que no me vienen ahora a la memoria y otras que no quiero que me vengan.

Sin embargo, señor Nuncio, no todo lo que reluce es oro; ni se deje engañar por los que pretendan regalarle el oído con palabras melosas, deformándole la realidad. Tenga mucho cuidado con los católicos españoles, señor Nuncio. Cuando lleve usted un poco de tiempo entre nosotros se dará cuenta de lo singular y problemático que es el catolicismo español. Se encontrará usted con una Jerarquía dividida, con sacerdotes y obispos y hasta cardenales que se tiran los trastos a la cabeza y dicen yo soy de Cefas, y yo de Apolo, y yo de Pablo y yo de mengano y yo de zutano. Se dará usted cuenta que la mayoría echa en saco roto las palabras del Papa, otros que se rebelan contra la jerarquía nacional y otros que critican al Gobierno que les da de comer y de beber. Y otros que se oponen a todos los anteriores.

Investigue usted, señor Nuncio, eso de la catolicidad española. Y vea si es una realidad o un mito tan grande como la catedral de San Pedro. No se deje usted deslumbrar por las estadísticas ni por las comisiones con títulos pomposos. Tome usted mismo el pulso de la religiosidad española. ¡Se va a llevar cada sorpresa!

Las sorpresas empezarán por los intelectuales, que están cansados de tanto entrometimiento de la Iglesia en cuestiones que nada le importa. Si quiere usted una prueba, lea el artículo que ha publicado Jesús Suevos hace poco, el 3 de Junio, en el diario ARRIBA. Sólo su título, “Sin miedo y sin tacha”, ya es un desafío y una muestra de rebeldía hacia su Iglesia. Pero peor que los intelectuales formados están los estudiantes y peor que los estudiantes están los obreros. A éstos, señor Nuncio, la jerarquía de su Iglesia en España ha tratado de ganárselos maniobrando hábilmente y saliendo en defensa de unos derechos sociales que el Gobierno ya les estaba concediendo. Pero el tiro ha fallado, porque aquí ya nos conocemos todos y los obreros no se dejan engañar. Saben que la Iglesia se adapta con mucha facilidad a los cambios del camaleón.

Por otro lado, en el orden exterior, hallará usted que el catolicismo español es diferente en un ochenta por ciento al que usted conoce de Irlanda y de otros países. Aquí se dice eso de: “En el extranjero que hagan lo que quieran y nosotros haremos lo que nos dé la gana”. Ni siquiera el Concilio, señor Nuncio, que tanto entusiasmo ha despertado en otros países, ha conmovido a los católicos españoles. De esto se lamentaba el jesuita Rosendo Roig el 19 de Mayo en el periódico YA. Decía: “Es un fenómeno curioso que en España no se haya despertado el interés que sería de esperar…En el extranjero no se deja de pensar que aún no han desaparecido los Pirineos psicológicos que nos separan de Europa”. Y yo creo, señor Nuncio, que en la forma que tiene la jerarquía católica española de concebir la religión, esos “Pirineos psicológicos” aún siguen. Usted, señor Nuncio, encontrará esos y otros muchos problemas. Con todos ellos va a tener que enfrentarse, pero no olvide el problema nuestro, el problema protestante. Muchos sacerdotes y no pocos obispos de mentes cerradas, de esos que aún viven bajo el espíritu de la Inquisición, los de la Cruz y la Espada, le dirán a usted, si pueden, que en España no hay problema protestante. No les haga usted caso, señor Nuncio, no les haga usted caso. Son una mala gente. Unos grandes egoístas. Oiga usted a otros más objetivos. Pregúntele a Jesús Iribarren, por ejemplo, que sabe mucho de estas cosas. Le dirá a usted lo mismo que escribió en YA el 21 de Noviembre de 1961. Esto: “Los españoles de la más remota aldea leen hoy sobre el protestantismo… Tienen también conciencia de una pequeña aunque no despreciable presencia. Existe un protestantismo español”.

Sí, señor Nuncio, existe un protestantismo español, existimos unos protestantes españoles; y limitamos por los nueve costados con los problemas que la Iglesia católica nos crea. Porque usted ha de saber, señor Nuncio, que nuestros problemas no son con el Gobierno español, ni con las autoridades civiles, sino con las eclesiásticas, que usan de todos los medios disponibles - ¡y son tantos!- para que las autoridades españolas no nos reconozcan, ni nos toleren, ni nos protejan, ni nos garanticen ciertos derechos. Yo recuerdo a un Juez manchego que después de tres horas de conversación me dijo: “Si, todo eso está bien, usted tiene razón, yo, por mi, autorizaría la boda, pero el sacerdote no quiere y yo no puedo ponerme contra él”. Este es el botón de muestra, señor Nuncio.

Usted debe estudiar nuestros problemas. Porque son muchos. Yo traté de exponerlos en un libro de 150 páginas, pero ya hay material para otro similar. Ahora mismo tienen encarcelado a un joven soldado protestante en Melilla por motivos de conciencia. Una intervención de usted a favor de éste muchacho sería decisiva. Yo conozco una pareja que lleva esperando –póngase las manos en la cabeza, señor Nuncio-, nada menos que seis años para que le concedan matrimoniar por lo civil. Usted se preguntará que por qué no están ya casados. Muy sencillo, porque el señor cura del pueblo ha dicho que mientras él esté allí no se celebrará ninguna boda protestante. Así, señor Nuncio, así, saltándose a la torera todas las órdenes y recomendaciones que dictó su predecesor, Antoniuti, sobre el matrimonio civil. Y ¡claro!, las autoridades civiles, hasta ahora, no han querido contradecir la voluntad del reverendo. ¿No podría usted, señor Nuncio, ofrecer a ese curita como voluntario para la luna, a ver si le dan los aires de arriba y se le refresca un poco el cerebro?

Mire, señor Nuncio, voy a terminar esta carta, que ya va siendo muy larga. Se me ocurre decirle que si desea conocer bien a fondo y en detalle nuestros problemas, puede ponerse en contacto con nuestra Comisión de Defensa en Madrid. Cualquier pastor protestante le dará a usted la dirección; y cualquier sacerdote católico le dará la dirección de un pastor en Madrid.

Buena suerte, señor Nuncio, que su estancia en España ayude a resolver, entre otros, el problema de los protestantes españoles.
 

 


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