Libros como el del francés Michel de Saint-Pierre, LOS NUEVOS CURAS, y el del español Martín Vigil, LOS CURAS COMUNISTAS, destapaban las actividades de éstos sacerdotes opuestos al régimen y enemistados con su jerarquía. Semanarios como EL ESPAÑOL, FUERZA NUEVA, QUÉ PASA, JUAN PÉREZ, MONTEJURRA y otros en la misma línea franquista y nacionalcatólica, denunciaban a cada rato el peligro que éstos curas, según ellos, representaban para la Iglesia católica.
Todos eran, al propio tiempo, antiprotestantes. Según el que fuera director de EL ESPAÑOL, Ángel Ruiz Ayucar, éstos llamados curas de izquierda se sentían héroes. Pero estaban donde estaban porque al Vaticano le daba la gana. El Vaticano siempre ha querido y ha puesto hombres suyos en todas las corrientes políticas, como prueba Edmon París en su influyente libro EL VATICANO CONTRA EUROPA.
En mis correrías por el mundo mantuve altercados con dos curas españoles comunistas en París, y Londres. Los muy descarados se quejaban de la opresión que el régimen de Franco ejercía contra la Iglesia católica, cuando era todo lo contrario, la Iglesia oprimía al régimen.
El año 1961 lo viví íntegro en Londres, de enero a diciembre. Estudiaba inglés y seguía un curso avanzado de periodismo. A principios de julio recibí una llamada telefónica de un hombre a quien no conocía. Dijo llamarse Peter Benenson. Por aquél entonces la editorial Centinel Unión estaba preparando la traducción al inglés de mi libro DEFENSA DE LOS PROTESTANTES ESPAÑOLES. Fue el editor quien dio el teléfono a mi interlocutor.
Benson era abogado, acérrimo defensor de los derechos humanos y de la libertad de conciencia. Estaba preparando la organización humanitaria, apolítica e independiente que resultó ser
Amnistía Internacional. En sus primeros tiempos se llamó AMNESTY 61. La reunión fundacional se anunciaba para mediados de julio en el hotel Lutetia de París.
Me invitaba a dar una conferencia sobre la falta de libertad religiosa en España. Consideré la invitación como un privilegio y un honor. Allí estuve. Ahora recuerdo que habló un político de la República Dominicana. Centró su charla en maltratar al presidente de aquél país, Trujillo. También habló un sacerdote húngaro y una mujer que había jugado importante papel en la resistencia belga contra los nazis. La mejor. Yo leí la conferencia que llevaba escrita en francés.
Después del acto se ofreció un aperitivo que los asistentes tomamos de pie en un gran salón del hotel.
Fue allí donde se me acercó un sacerdote español, capellán de emigrantes españoles en París. Me agarró y no me dejó. Me estuvo hablando de las barbaridades que Franco cometía contra la Iglesia católica, de la falta de libertad que los católicos padecían en España. No pude sufrirlo. Me torné agresivo, tanta era mi rabia. “¿Falta de libertad? Son ustedes los que privan de libertad a minorías religiosas, como los protestantes. Ustedes están oprimiendo al pueblo, ustedes pasan lista en las empresas y maniobran para que despidan a los trabajadores que no van a misa el domingo”. Pasó por allí el sacerdote húngaro que había intervenido en el programa y tomándolo del brazo lo apartó de mí.
Dos meses después, en septiembre, me llamaron de la Televisión Independiente de Londres para que interviniera en un programa sobre libertad religiosa. Recuerdo el hecho con cierta repugnancia, por lo que explico a continuación. Yo llevaba abundante documentación sobre la represión que sufrían los protestantes españoles bajo el imperio de la Iglesia católica. Entré al edificio. Allí me pasaron al despacho del director de programas. Sentado en su mesa de trabajo tenía al lado a un joven jesuita catalán. Estaba contándole al inglés lo mucho que sufría la Iglesia católica en España bajo el régimen de Franco y la difícil situación económica que atravesaba. No pude contenerme. Me salió la vena. Sin respetar que el director sólo entendía inglés, me dirigí al jesuita en español: “¿De qué está usted hablando? ¿Qué persecuciones ni qué niño muerto? Son ustedes quienes persiguen al pueblo que no les es adicto, a los protestantes y a todo aquél que predique una fe religiosa que no guste a su Iglesia”. El inglés puso paz y pasamos al plató. Bien para mí, fui el primero en hablar y me marché. No habría soportado la charla del jesuita.
¡Mártir y pobre la Iglesia católica en la España de Franco! El 17 de septiembre de 1971 el periodista Aguirre Bellver publicó un artículo en el diario PUEBLO dirigido a los obispos. Entre otras cosas, les decía: “Oigan, señores, que yo he seguido la Ley de Educación; que este país ya no puede entregarles más; que no hay más que conceder; que nos hemos pasado de rosca. ¿Y todavía les parece poco? Pero, señores míos, ¡si acabamos de destrozar lo mejor que teníamos en el país, que era los Institutos de Enseñanza Media, para que no les hagan la competencia a ustedes!”.
El artículo de Bellver tuvo reacciones en todos los medios. Recibió muchas felicitaciones. También mucha oposición de la Iglesia católica. Contaba el periodista once días después en un segundo artículo: “Sermones en las iglesias para ponerme de chupa de dómine ante una feligresía que seguramente ignoraba mi existencia; llamadas de amenaza por teléfono; ofrecimiento de ayuda espiritual para socorro de mi alma….”. El espíritu inquisitorial de siempre.
En línea con los incidentes ocurridos en París y Londres viví un tercero en Nueva York.
El 18 de noviembre de 1969 fui invitado para dar una conferencia en el exclusivo “Overseas Press Club of America”, en Nueva York. El mismo Club internacional de prensa donde el embajador Antonio Garrigues anunció el 27 de julio de 1962 que el Gobierno español estaba preparando unos estatutos para conceder a los protestantes la libertad religiosa que reclamaban. En su charla con los periodistas que cubrían el evento, Garrigues llegó a decir: “Yo soy católico, pero reconozco que en España hemos cometido un error contra los protestantes”. ¡Lástima que esta sincera confesión no haya sido imitada hasta el día de hoy por obispo alguno.
Aquellos estatutos anunciados por Garrigues derivaron en la Ley de libertad religiosa de junio de 1967. Los organizadores de la conferencia me pidieron precisamente esto, que explicara cómo se estaba aplicando la Ley y qué repercusión había tenido en el campo protestante. Hablé en inglés.
Al termino de la exposición me hicieron preguntas.
Posteriormente me condujo aparte el obispo católico Archibal V. MacLees, director del Concilio Internacional de Brooklyn. Me dijo que había asistido a la conferencia al leer en la prensa que un protestante español disertaría sobre libertad religiosa. El señor MacLees me ametralló. Estaba en la misma línea de los curas antifranquistas.
El hombre llegó a decirme que bajo Franco los católicos sufrían más persecuciones que los protestantes. Estaba claro de dónde recibía la información. Le expuse mi opinión, le mostré documentos que llevaba en mi cartera, anticipando una situación como aquella. No quedó convencido, pero jamás se alteró. Con respeto me dijo que estudiaría la situación. Finalmente invitó al doctor Arthur C. Logan, del Comité para la Educación y Elevación a través del Conocimiento, también presente en la conferencia y a mí, a un Macdonald cercano para una hamburguesa acompañada de Coca-Cola. Noticia y fotografías de todo esto fueron publicadas en el ejemplar de la revista RESTAURACIÓN correspondiente a diciembre de 1969.
Los curas antifranquistas, aunque entonces no eran muchos, constituyeron una pesadilla para la jerarquía católica y para el régimen. Llegaban a decir que si los españoles no eran más religiosos la culpa la tenía el Estado. El 11 de mayo de 1966, 80 curas opuestos al régimen se manifestaron ruidosamente ante la Jefatura Superior de Policía de Barcelona. Tres días más tarde, otro grupo de 137 curas asumieron una actitud de protesta ante el palacio arzobispal de Barcelona.
He de decir, a mi pesar, que estos profesionales de la protesta, como los llamó Ignacio Agustí en “Tele-Express”, jamás levantaron un dedo a favor de los protestantes. Cuando pedían un cambio de situación pensaban en ellos. Cuando clamaban por una libertad religiosa que les sobraba, la pedían sólo para ellos. Otros que se apañaran. A otros, a nosotros, no se nos permitía manifestarnos. Habríamos dormido todos en calabozos policiales antes de ser llevados al juez. ¡Viva la igualdad de trato!.
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