Antes de adentrarme en la historia de Garabandal cuento lo que me ocurrió con el religioso capuchino Alberto González Caballero. En su día cayó en mis manos un ejemplar de la revista católica CULTURA BÍBLICA, editada por la Asociación para el Fomento de los Estudios Bíblicos en España. Era el número 283, que incluía los años 1984-1986. El tema central de la revista lo constituía un artículo titulado “Influencia de la Biblia en el Quijote”, escrito por el referido capuchino, miembro de la Facultad Teológica de Sevilla. En el pórtico de su ensayo González Caballero puntualizaba: “La obra recientemente publicada por Juan Antonio Monroy, LA BIBLIA EN EL QUIJOTE, Tarrasa 1979, la hemos tenido en cuenta”. El autor se refería a la segunda edición que tuvo este libro, ya clásico, al que añadí cinco capítulos para la edición de 1984.
Desde luego, hay gente descarada, con más jeta que espalda, según he oído decir por ahí. No es que tuviera en cuenta mi libro a la hora de escribir su artículo, no, es que lo plagió casi en su totalidad. Las 66 páginas de su trabajo estaban copiadas de las 94 que en aquella edición tenía la segunda parte de mi obra. El amigo de Cádiz que localizó y me envió la revista había escrito al margen de la última página: “Todo este artículo es copiado, casi literal, de Juan Antonio Monroy”.
Era verdad. Escribí a los editores de la revista. No me contestaron. Escribí al fraile capuchino, ni una palabra de respuesta. Ni unos ni otros conocían eso que se llama ética. Pensarían que a los protestantes había que despojarlos incluso de sus derechos reservados en literatura. Pude haber planteado una querella judicial, pero ni lo pensé siquiera. Yo escribo para que se conozca la grandeza de Dios y la oportunidad que el ser humano tiene de ser redimido en Cristo. Ni el dinero ni el reconocimiento me han interesado en momento alguno. No son de mi favor los autores evangélicos que escriben pensando en los beneficios económicos. Cuarenta libros he escrito y sigo pobre. Los editados por mí no llevan el latiguillo de derechos reservados. A mis editores he pedido que tampoco lo hagan constar en obras mías. No me considero con derecho a reservar para mi nada de lo que produzca mi bolígrafo (sigo escribiendo a bolígrafo como paso previo al ordenador). Lo que yo pretendo es que la Palabra de Dios, independientemente de la forma que sea expuesta, corra y sea glorificada. Los lectores de “Cultura Bíblica” conocerían por este medio la influencia que ejerció la Biblia en Cervantes al escribir su inigual novela. Esto me bastaba.
Pero aquí hubo otra implicación que no quiero silenciar. El contenido de la revista “Cultura Bíblica” se publicaba “con licencia eclesiástica”, lo que equivalía a decir con el consentimiento de los señores obispos. Cuando escribí mi libro de cuentos LOS TRES ENCUENTROS mandé un ejemplar mecanografiado al Obispado de Tánger solicitando la licencia eclesiástica. No es que yo la necesitara, quería saber si todavía era boicoteado como escritor en tan alta instancia católica. Y lo era. Poco después recibí carta del secretariado del obispado diciendo que el tema que yo desarrollaba estaba incompleto según la teología católica. El tema del cuento era la muerte y el miedo que produce. Sin embargo, de la mano de un autor capuchino otros obispos, más cultos o más imparciales que el de Tánger, aprobaban lo que había escrito en LA BIBLIA EN EL QUIJOTE, donde abundan los textos anticlericales. ¿Quién entendió la mente del Señor?, pregunta Pablo. ¿Quién entiende a esta antagónica y contradictoria jerarquía eclesiástica?, pregunto yo.
Lo de Garabandal es otro enredo.
En el verano de 1961, viviendo en Londres, me llegó noticia del esperpento. El periódico decía que en San Sebastián de Garabandal, una aldea casi perdida en los Picos de Europa, en Cantabria, la virgen (¿qué virgen?) se estaba apareciendo a cuatro niñas del lugar: Mari Cruz, Conchita, María Dolores y Jacinta.
La fábula me interesó. De regreso a Tánger decidí trasladarme a la aldea e investigar los hechos. Las supuestas apariciones estaban teniendo eco en muchas ciudades de España, Portugal, Francia e incluso en Estados Unidos. A las niñas las llevaban en volandas.
En febrero de 1962 conduje de Algeciras a Madrid y de aquí a Santander. El puerto de Somosierra presentaba un aspecto fascinante. La nieve cubría los picos de las montañas y llegaba hasta el borde de la carretera. Quedaron atrás Aranda de Duero y Burgos, con su catedral del siglo XIII. Dormí en Santander. Aquella noche, con ayuda de un espontáneo, diseñé el recorrido que me llevaría a la aldea: Torrelavega, Cabezón de la Sal, Valle de Cabuérniga, Puentenansa, Cosío y San Sebastián de Garabandal. Permanecí allí varios días.
Hablé con las niñas, con sus padres, con el párroco, con habitantes de la aldea. Regresé a Madrid y entrevisté a personas que habían estado en el lugar del pretendido milagro cuyas direcciones obtuve en la propia aldea. Llené dos cuadernos escolares de notas, observaciones y opiniones, unas a favor y otras en contra. Vuelto a Tánger redacté una serie de cuatro artículos que fueron publicados en el periódico LA VERDAD. Al darme cuenta de que la invención iba a más, decidí escribir un libro. Por otro lado, el tema de las fingidas apariciones de la virgen en Lourdes, Fátima y otros lugares, siempre me había interesado.
El libro, que titulé EL MITO DE LAS APARICIONES, vio la luz en los primeros meses de 1964 publicado por la Editorial Pisga.
Entre los evangélicos españoles tuvo gran aceptación.
La Iglesia católica lo consideró como un “ataque duro, malintencionado, sacrílego, que exigía una respuesta inmediata”.
Y la respuesta llegó. La Iglesia que surgió de los cañones de Franco se consideraba con todo el derecho del mundo a escribir mentiras, insultos y perversidades contra los protestantes, pero a ella no se la podía tocar. Los curas, los obispos, las instituciones de la iglesia católica eran y hasta cierto límite siguen siendo intocables.
La respuesta a mi libro llegó en otro libro escrito por el abogado ultracatólico Francisco Sánchez-Ventura y Pascual, residente en Zaragoza. En la guerra incivil de 1936 a 1939 militó como voluntario en el Requeté. Aunque su especialidad profesional era la economía y la política, publicó algunas obras de carácter religioso. ESTIGMATIZADOS Y APARICIONES y MENSAJE DE LUZ, sobre las supuestas apariciones en Fátima. Toda vez que yo titulé mi libro EL MITO DE LAS APARICIONES, al de su protesta puso por título LAS APARICIONES NO SON UN MITO. Ya en la introducción decía: “El señor Monroy siente la necesidad de atacar a la virgen, la misma necesidad que este modesto escritor siente en defenderla”. Jamás he atacado yo a la Virgen, a la auténtica, a la única, a María madre de Jesús. Fue elegida por Dios como instrumento humano para la encarnación del Hijo. Concibió y dio a luz por obra del Espíritu Santo. La madre de quien redimió mi vida y salvó mi alma. Manco me quedara yo si escribiera una sola palabra que ofendiera a la Virgen María. La virgen de Garabandal, la de Fátima y la de Lourdes, de las cuales trato en mi libro, no son la Virgen de los Evangelios. Esto no lo entendió el señor Sánchez-Ventura, que si vive debe tener ahora 88 años.
El escritor aragonés concretaba que cuando apareció mi libro él tenía bosquejado otro sobre Garabandal, pero no se decidía a terminarlo. “El leer a Monroy –cuenta- me dio el impulso que necesitaba para empezar a escribir febrilmente”. A través de tres mensajeros jesuitas consultó al obispo Beitía Aldazabal si en caso de acabar su obra obtendría el imprimatur. Esta fue la respuesta del obispo a los intermediarios: “Díganle a Sánchez-Ventura que no dude en terminar el libro y me lo mande, que le daré el “imprimatur”.
Terminó el libro. Se lo mandó al obispo. Obtuvo el “imprimatur”. Lo publicó. “En resumen, escribe Sánchez-Ventura-, que si Monroy no hubiera editado el libro que puso en movimiento mi pluma, el Dr. Beitía Aldazabal, ante mi consulta, no me hubiera obligado a terminarlo, prometiéndome el “imprimatur”.
¡Vaya por Dios! Mire usted por dónde, yo, protestante, fui de inspiración a un requeté ultracatólico. Y cuando quiere me pone verde en sus páginas. Me llama “simple hombre de la calle”. No me inmuté. A ese lenguaje despectivo y descalificador estábamos y estamos acostumbrados los escritores protestantes. Ante mis dudas sobre la veracidad de los mensajes contradictorios de la llamada virgen a las cuatro niñas, el escritor requeté respondía que si la virgen de Garabandal me hubiera mandado comer yerba, comiendo yerba estaría yo. No lo hizo. No pudo hacerlo. Además, me habría negado. No me gusta la yerba. Prefiero el pescado de la bahía de Cádiz o las sardinas de Agadir.
Gané yo. El 17 de diciembre de 1967 el obispo de Santander, Vicente Puchol Montis, dio a conocer a los medios de comunicación una nota en la que entre otras cosas decía:
“1º. Que no ha existido ninguna aparición ni de la santísima Virgen, ni del Arcángel San Miguel, ni de ningún otro personaje celestial”.
“2º. Que no ha habido ningún mensaje”.
“3º. Que todos los hechos acaecidos en dicha localidad tienen explicación natural”.
Sánchez-Ventura no respondió al obispo. Demasiada altura. Lo hizo a Monroy, hombre de la calle.
Hace dos años, en el 2007, regresé a la aldea de Garabandal. Allí me encontré con Jacinta, convertida en una mujer bien metida en carnes. Vive en Estados Unidos. Contrajo matrimonio con uno de los americanos que visitaban el lugar de los supuestos milagros. Creo que Loli también casó con otro americano. Jacinta estaba de vacaciones en la aldea. Tengo una fotografía con ella. Le pregunté por todo aquel espectáculo de apariciones. No quiso hablar. Sólo me dijo: “Dejemos el tema”.
Por mí, dejado está.
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