Cuando en 1936 estalló en España la guerra incivil, uno de tantos hombres asesinados en Villarrobledo por las autoridades de Franco dejó viuda a una mujer llamada Viviana Martínez. Tenía entonces 27 años. Esta mujer, respirando odio y amenazas contra los asesinos de su marido, dejó Villarrobledo y se trasladó a Sevilla con la madre. Allí tuvo lugar su conversión a la fe de Cristo en la Iglesia que pastoreaba José Martínez. Fue una conversión profunda, auténtica, revolucionó la vida de Viviana. Poco después dijo a su madre:
-“Madre, estoy pensando en volver a Villarrobledo”.
- “Hija, allí nos matarán. Asesinaron a tu marido acusado de rojo, y si ahora vamos convertidas en protestantes, imagínate la que se puede armar”.
La madre de Viviana fue convertida al mismo tiempo que la hija, pero era más templada.
- “No nos matarán, madre. Quiero vivir en Villarrobledo y hablar del amor de Dios a quienes denunciaron a mi marido”.
Dicho y hecho. Madre e hija regresaron a Villarrobledo. Se instalaron en la calle Tosca y montaron un pequeño taller dedicado a la confección de prendas de punto. En la sala principal de la vivienda acumularon sillas e iniciaron reuniones para dar a conocer el mensaje cristiano. José Martínez viajaba una vez al mes desde Sevilla a Villarrobledo.
En el pueblo se produjo un alboroto cuando se corrió la voz de que Viviana Martínez reunía en su casa a protestantes y masones, según creían.
Por entonces había en Villarrobledo un cura al que llamaban don Pedro. Era párroco mayor en la Iglesia católica de San Blas. Furiosamente antiprotestante. Cuando presentamos en el juzgado de Villarrobledo el primer expediente de matrimonio civil a favor de Juan Ródenas y Gloria Lara, a quienes casé por la Iglesia años antes de que lo autorizara el juzgado, me llegué hasta el templo católico y pedí hablar con el párroco. Don Pedro no me quiso recibir. Un ayudante de la parroquia me transmitió su recado. Dijo que no tenía que hablar cosa alguna con un protestante. En uno de sus sermones dominicales aireó el tema del pretendido matrimonio civil y anunció que si Juan y Gloria se casaban en la iglesia protestante de la calle Tosca, él renunciaría a la sotana. No lo hizo cuando después de años el juzgado autorizó el matrimonio civil.
En cuanto se iniciaron las primeras reuniones en Villarrobledo el tal don Pedro denunció a Viviana y a la madre. Fueron encarceladas durante quince días. Salieron del penal con la orden de que abandonaran el pueblo. No lo hicieron. Volvieron a celebrar cultos en su casa. Otros quince días de cárcel para las dos. Nuevos requerimientos para que abandonaran el pueblo. En vano. Madre e hija eran tan duras como las montañas rocosas.
Yo iba a Villarrobledo con bastante frecuencia. Predicaba en la calle Tosca. Me entrevisté con el comisario de policía, escribí al Gobernador civil en Albacete poniéndole al tanto de los atropellos contra los protestantes. Nada que hacer.
Los tres primeros años fueron un calvario. En una ocasión pregunté a Viviana cuántas veces había sido encarcelada, y me respondió:
-“Qué se yo. Estaba más tiempo dentro que fuera”.
Murió la madre. Viviana Martínez ganó la batalla. Las autoridades optaron por dejarla en paz. Adquirimos la casa que tenía en alquiler. Hicimos reformas. Llegó un joven pastor de Algeciras que había estudiado en Inglaterra y la iglesia se consolidó y desarrolló. Afectada por un cáncer, Viviana Martínez murió en un hospital de Madrid, donde la trajimos al detectarse la enfermedad.
Más grave y más cruel fue un segundo incidente en el que intervinieron otros curas en Melilla. En la Iglesia se convirtió una mujer muy pobre llamada Isabel Cabrera. Esposa de un pescador, éste sólo se acordaba de ella cuando quería tener otro hijo. Dos niñas pequeñas murieron literalmente de hambre poco antes de que Isabel contactara con los evangélicos.
Después de su conversión, Isabel quitó las imágenes católicas que colgaban de las paredes de la humilde vivienda que ocupaba a cambio de ejercer como portera. Vecinas del mismo inmueble dijeron a los curas de su parroquia que en el edificio vivía una hereje.
Los herederos de la Inquisición la denunciaron a las autoridades y, sin decirle las causas, Isabel fue encarcelada durante un mes. Días después de cumplir la condena fue citada a la Audiencia de Málaga. Se la acusaba de “delito contra la religión católica”. Yo volé de Tánger a Málaga, hablé con el abogado de oficio, leí el expediente y pude comprobar que como acusadoras figuraban cuatro mujeres. Anoté los nombres y se los repetí a Isabel; dijo que sí, las conocía, vivían en el mismo edificio, eran miembros de Acción Católica.
Los curas de aquella parroquia acosaron a la pobre mujer, la acorralaron hasta encerrarla en la cárcel y aun pedían para ella más castigo. Todo porque Isabel había descolgado de la pared de su dormitorio unas imágenes de yeso. Ninguna de las acusadoras compareció en el juicio. Yo mismo leí cuatro certificados médicos en los que se decía que todas ellas estaban enfermas y por lo mismo imposibilitadas para viajar de Melilla a Málaga. Este era el poder de la sotana, de cualquier sotana, en aquella España del Nacionalcatolicismo. La España de ayer mismo.
Isabel Cabrera murió en un hospital de Melilla el 4 de junio de 1962. Poco antes de expirar, el cura del hospital quiso confesarla. Isabel volvió la cabeza y pidió al representante del Vaticano que la dejara en paz. Isabel no tenía culpa alguna que confesar. Más dignos de culpa eran aquellos que, estudiando el bien del cielo, llevaban a cabo el mal del infierno.
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