Yo sabía que la Iglesia Bíblica de Tánger andaba mal, pero no esperaba un desenlace tan rápido.
Me escribía Rubén Lores, pastor de la Iglesia, el hombre con quien fui convertido por la acción del Espíritu Santo. Decía que estaba cansado, que se marchaba a Estados Unidos, que regresara a Tánger para ponerme al frente de la congregación. Yo era feliz en Tenerife. Le contesté que lo pensaría. No me gustaba la idea de asumir semejante responsabilidad en una Iglesia que estaba dividida en tres grupos. Dos semanas después me llegó un telegrama. Lores insistía que se iba a Estados Unidos, que regresara a Tánger de inmediato.
Muy a pesar mío le obedecí. La noche antes de mi partida tía Inocencia se fue al monte. No quería verme salir.
En Tánger encontré eso, una Iglesia muy dividida. Además de españoles, allí había americanos, ingleses, cubanos, muchos intereses por medio, especialmente por parte de los misioneros norteamericanos, capitaneados por Ralph Freed, fundador de Trans World Radio (Radio Trans Mundial), quien robó a Lores el proyecto de la emisora. Dos años después la Iglesia se puso en 200 miembros, unidos, entusiastas, evangelizadores. En ciudades españolas y en países extranjeros aún hoy existen miembros de aquella Iglesia o descendientes suyos.
En Tánger yo tenía una novia, Mercedes Herrero, convertida meses antes que yo. Había nacido en Tánger, hija de españoles. Se educó en el Liceo francés y trabajaba como secretaria en el Banco de Estado de Marruecos. En el verano de 1955 Mercedes y yo decidimos contraer matrimonio. Queríamos, naturalmente, un matrimonio civil, al que seguiría la ceremonia religiosa.
En julio del mismo año me recibió el canciller del Consulado español, Sr. Casas. Se mostró contrariado. Me dijo que las leyes españolas prohibían el matrimonio civil entre personas que habían sido bautizadas en la Iglesia católica. Tanto Mercedes como yo estábamos en esta situación.
Efectivamente: Una Orden del 22 de marzo de 1938, en plena guerra civil, imponía que ningún español podía contraer matrimonio civil si había sido bautizado en la Iglesia católica. Otra Orden del 10 de marzo de 1941, dos años después de terminada la guerra, establecía que los Jueces Municipales no autorizarían el matrimonio civil a los bautizados por el rito católico. Ni los jueces ni las autoridades consulares en el extranjero. Esta Orden fue derogada por un Decreto del 26 de octubre de 1956, donde se volvía nuevamente y con bastante extensión a la cuestión del matrimonio civil. Este Decreto, como los anteriores, exigía a quienes solicitaban el matrimonio civil pruebas de no haber sido bautizados en la Iglesia católica. ¿Qué clase de prueba? Una declaración jurada.
Yo inicié los trámites para mi matrimonio en julio de 1955. En los meses siguientes estuve yendo al Consulado con frecuencia. El canciller se resistía. Casas se mostraba atento, pero la solución no dependía de él. Mi petición de matrimonio civil había sido enviada por el Consulado al Obispado católico, según era preceptivo. “El señor obispo no contesta, Monroy- decía el canciller-. Ten en cuenta que este es el primer caso que se da en Tánger”. Meses más tarde: “El asunto se está arreglando, tráeme una declaración jurada de no haber sido bautizados ninguno de los dos en la Iglesia católica. Me lo piden del obispado”.
Hice un viaje a Játiva, donde José Cardona ejercía como secretario de juzgado y pastor de la Iglesia. Cinco años después, en 1960, se instaló definitivamente en Madrid, como secretario ejecutivo de la Comisión de Defensa Evangélica Española.
Entre Cardona y yo ideamos una fórmula. No sabíamos si funcionaría o no, pero hicimos el intento. Redactamos un documento cuya base principal era el siguiente párrafo: “Declaro bajo juramento legal que nunca me he bautizado en la Iglesia católica”.
No era un juramento religioso. No mentíamos, porque estaba claro que el niño no se bautiza a sí mismo. La clave estaba en el uso del pronombre personal
me. El truco gramatical funcionó. Regresé a Tánger, redacté los dos documentos, los hice registrar ante notario, volví al Consulado, Casas los leyó en mi presencia; más por agotamiento y por deseo de quitarse el problema de encima, que por convencimiento, porque Casas conocía la verdad, admitió los papeles. “Con estos documentos yo me cubro la espalda”, dijo. Y me advirtió: “Tú sabes, Monroy, que la validez de vuestro matrimonio queda supeditada a la veracidad de la declaración jurada”.
Lo sabía. De hecho, parejas evangélicas que contrajeron matrimonio con la fórmula que Cardona y yo habíamos inventado y el matrimonio no funcionó, solicitarían la anulación (no el divorcio), alegando uno de los dos la invalidez del mismo.
El canciller y yo fijamos la fecha del matrimonio civil para el 15 de enero de 1956. El 20 sería la ceremonia religiosa. Dos días antes de la fecha prevista vuelvo al Consulado de España en Tánger y el canciller me dice que no podía ser el 15, que aún no había decidido el obispado. Nosotros teníamos todos los preparativos en marcha. Las tarjetas de invitación cursadas. Los billetes para el barco Cádiz-Tenerife, adonde iríamos en viaje de boda. Seguimos adelante. Contrajimos matrimonio por la Iglesia el 20 de enero. Predicó Miguel Valbuena y Ramón Fernández efectuó la ceremonia.
Al regreso de Tenerife, otra vez al Consulado. Insistí: “Estamos casados de acuerdo a la Ley de Dios, pero no de acuerdo a las leyes de España. Queremos que esta situación se resuelva”.
Después de otras visitas al canciller por fin se acordó la fecha del 18 de mayo. El señor Casas me dijo que no llevara testigos. Podrían ser excomulgados por la Iglesia católica. También, que no escribiera nada sobre nuestro matrimonio civil. El hombre tenía miedo de no sé qué, ni a quién.
El 18 de mayo acudimos al Consulado. El canciller pidió a dos funcionarios del mismo que actuaran como testigos, requisito imprescindible. Así, testigos de nuestra boda civil fueron dos empleados del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, los señores Benítez y Cano. ¿Fueron excomulgados? Nunca lo supe. Ni me interesé por saberlo, pero entonces y ahora creía y creo que no. Así de ancha es la manga de la Iglesia católica.
En octubre de 1962 el papa Juan XXIII inauguró el segundo Concilio Vaticano, que duró hasta 1965. La Iglesia católica instauró una nueva era de ecumenismo. Los protestantes ya no éramos herejes, sino hermanos separados. Separados, según el Papa, de Roma, del Vaticano, de su Iglesia. ¿Y qué nos importaba eso, si siempre hemos estado unidos a Cristo y a la doctrina del Cristianismo primitivo?
Un año después, 1963, un fraile franciscano de prestigio en Tánger pronunció una conferencia sobre ecumenismo en la sede de la Casa de España, situada en el Boulevard Pasteur, esquina a la calle Rembrandt. Asistí al acto. Concluido, hablé con el conferenciante. Me presenté, charlamos amigablemente y me hizo una confesión. Que después de haberme conocido se le había quitado un peso de encima por la culpa de la jerarquía católica en el retraso que sufrió mi matrimonio civil.
Me alegré por él y por su conciencia.
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