Acudí al Consulado español en Tánger en demanda de información y el funcionario que tramitaba estas cuestiones, de apellido Torres, después de una breve conversación me dijo que al haber nacido en el protectorado francés de Marruecos yo estaba exento del Servicio militar. Sólo había que pagar una cuota anual cifrada entonces en 50 pesetas, pero que de hecho nadie pagaba.
Torres creía que me daba una buena noticia, pero para mí era mala. Yo quería cumplir con el servicio militar impuesto a los españoles.
Lo discutí con mis padres, con mis amigos, con los misioneros de la Iglesia. José Clemente, el hombre a quien debía mi formación y que siempre fue un gran padre para mí, se oponía con tenacidad. “Tú no sabes lo que es España. No tienes idea de lo que es el Ejército. Por ser protestante te van hacer la vida imposible”, me decía.
El que era pastor de la Iglesia, Rubén Lores, no se pronunciaba. “Obra como te dicte la conciencia”, eran todas sus palabras. Siempre fue un predicador brillante, pero un mal consejero y poco dado a la intimidad con miembros de la Iglesia.
Pero “¿Por qué quieres ir a la mili?”, escuchaba aquí y allá. Mi respuesta era siempre la misma: “En el Ejército habrá miles de jóvenes y yo quiero predicarles el Evangelio”. ¡Pobre iluso!
Pedro Harayda, Don Pedro, era mi apoyo más ferviente. El no calculaba las consecuencias. “Obedece a Dios –me decía-. Ve al Ejército. Te apoyaremos con nuestras oraciones”. Y era sincero. De hecho, aún conservo el ejemplar de la Biblia que me regaló al partir, con esta dedicatoria: “A Juan Antonio, nuestro primer misionero en España. La espada del Espíritu”.
Pobre de mí. Misionero en España cuando sólo habían transcurrido seis meses desde mi conversión y me consideraba analfabeto en el conocimiento de la Biblia y en el saber de la Iglesia.
Fui al Ejército.
Torres convocó en el Consulado a los “quintos” de aquella hornada para darnos las últimas instrucciones. Cuando le hice saber que estaba decidido a alistarme, me miró sorprendido y me dijo: “Aquí todos hacen lo que pueden para eludir la “mili” y tú te empeñas en ir. Allá tú. Puede que te arrepientas”.
Nunca me arrepentí. Volvería hacer lo mismo hoy, a la altura de mis años.
La documentación que recibí del Consulado informaba que debía presentarme en un acuartelamiento en Cádiz y de allí iría en barco a Santa Cruz de Tenerife, donde había sido destinado. La mañana de mi partida José Clemente me acompañó hasta el barco que me trasladaría a Algeciras. Lloraba. Insistió en que no dijera a nadie en España que era protestante. Yo también lloré. Fue la última vez que lo vi vivo. Murió un año después, cuando yo dirigía a los jóvenes de la Iglesia en Santa Cruz en el ensayo de una obrita que había escrito para ser representada en una excursión al campo. El ensayo tenía lugar en casa de Clara Gutiérrez, en el número 7 de la calle Prosperidad. Allí recibía yo la correspondencia. Clara, cuyo marido lo habían matado durante la guerra civil, me entregó una carta escrita desde Tánger por mi íntimo amigo Miguel Valdivieso, comunicándome la muerte de mi padre. Los ensayos quedaron suspendidos.
Retomo la historia. Después de desembarcar en el puerto de Santa Cruz nos trasladaron al cuartel de Infantería San Carlos, en lo que hoy es la avenida Marítima, al final de la calle Castillo hacia la derecha. Allí nos dieron las primeras instrucciones y nos llevaron a un campamento situado en Hoya Fría, distante de la capital cinco kilómetros, dirección sur.
Comenzaba el período de instrucción militar.
En cuanto me fue posible pedí hablar con el sargento más cercano a mí. Le dije que era protestante y que quería ser eximido de la asistencia a la misa católica. Su respuesta fue negativa, pero no me desanimó. Me dijo: “Lo veo difícil, muchacho, la asistencia a la Misa es obligatoria. Y es mejor que no digas a nadie aquí que eres protestante”.
¿Cómo silenciar mi fe, si yo había ido precisamente a comunicarla?
Las oraciones de Don Pedro eran escuchadas en las alturas. Los dos primeros domingos sólo sufrí un arresto en el mismo cuartel y me tuvieron las mañanas realizando labores de limpieza. Me daba igual. Cualquier cosa antes que arrodillarme ante una imagen religiosa.
Yo insistía hasta que logré hablar con el capitán de la compañía. El capitán que tuve en Hoya Fría era un hombre relativamente joven, formado en Academia, nada que ver con el que me tocó obedecer después de la Jura de la Bandera, de quien hablaré más adelante.
El capitán se mostró comprensivo. Su posición era igual a la del sargento. La Misa se consideraba un acto militar y para ser objetor de conciencia era preciso llevar a cabo unos trámites que exigían tiempo. Me despidió prometiendo que hablaría con el jefe del Regimiento, un coronel de apellido Machado.
Cumplió su promesa. Poco después me convocó para decirme que, conocido mi caso, el coronel había acordado liberarme de la obligación de asistir a Misa. Con motivo de otro incidente tuve la oportunidad de conocer y hablar personalmente con el coronel Machado. Hombre tan profundamente católico como profundamente respetuoso con las creencias ajenas. Era militar que ejercía su profesión con integridad, justicia e imparcialidad. Fui afortunado al cumplir el servicio militar bajo su mando. Porque había cada uno en los cuarteles de aquella España dominada por el nacionalcatolicismo….En fin, las oraciones de Don Pedro continuaban surtiendo efectos positivos.
No tuve otros problemas hasta que llegó el momento de la Jura a la Bandera. De esto escribiré semana la próxima.
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