¿Por qué estas reuniones cuentan con tan pocas simpatías? ¿Por qué hay quienes deciden no asistir a las mismas para evitar el aumento de su ritmo cardíaco?
Lo incomprensible es que no se las contemplen como un culto más. La mañana del domingo transcurre placentera, edificantes, cantos y alabanzas a Dios, identificación con la Palabra, oraciones que elevan el espíritu hasta alturas celestiales. Acabado el culto, saludos, sonrisas, abrazos, parabienes al pastor, gloria en las alturas y paz en la tierra y en los corazones.
Llega la tarde. La hora fijada para la reunión administrativa. Van acudiendo las mismas personas que se reunieron por la mañana. Pero ya son otras. En espacio de horas han cambiado. Llegan con la escopeta cargada. Y disparan a discreción. Quejas contra el pastor, denuncias al hermano, gestos crispados, palabras ácidas, insultos a veces. Y otras veces, afortunadamente pocas, se ha llegado a las manos. Pero ¿no son los mismos del culto de la mañana? ¿Por qué en la reunión de Iglesia, que debería ser un culto más, se transforman de ángeles en demonios? Como si el inglés Robert Louis Stevenson se hubiera inspirado en una Iglesia evangélica cuando escribió su famosa novela, tantas veces llevada al cine, “El extraño caso del Dr. Jekyll y de mister Hyde”.
Casi siempre son los mismos: dos, tres, no llegan a cinco. Ni falta que hace. Estos revientarreuniones movilizan a otros, se oponen a todo, discuten de lo que no saben, reclaman lo que ellos no aportan, esgrimen constantemente el “yo dimito”, aunque, por desgracia para la salud del Cuerpo, nunca lo hacen. Gritan contra esto y aquello, seres contrariados y contradictorios, que no les importa hacer daño a jóvenes en la fe y a jóvenes en edad.
Una de las causas por las cuales los jóvenes abandonan la Iglesia, según Roberto Velert, son las dichosas reuniones administrativas. Salen de ellas defraudados de las personas, asqueados del espectáculo que ofrecen, convencidos de que semejantes discordias no se dan ni en patios de vecindad.
En una magistral ponencia presentada en el VI Congreso Evangélico Español, Bernardo Sánchez abordó el tema de las reuniones de Iglesia. Para este autor, cuando líderes carnales, o simples miembros en igual situación, ambicionan cargos de responsabilidad en la congregación, son funestos. Intervienen simplemente para que se oiga su voz, para afirmar una personalidad de la que carecen o que no se les reconoce en ningún otro lugar, para saborear momentos de protagonismo o, lo que es peor, para desahogar su malhumor usando un vocabulario impropio de una persona espiritual. A estas personas “se debe el que algunas asambleas deriven en reyertas y escándalo”, apunta Bernardo Sánchez.
¿Qué hacer entonces? ¿No celebrar reunión administrativa? Tampoco es eso. Son necesarias. Pero prepararlas bien con antelación, hablar de persona a persona con los miembros conflictivos, dirigirla con amor y libertad, pero también con firmeza y autoridad, cortando a tiempo todo intento de convertir un culto más de la iglesia en una batalla verbal entre personas que se dicen hermanadas en la fe.
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