Aquel rostro que había sonreído a las multitudes, aquel rostro que manifestaba toda su ternura a los niños, aquel rostro que brillaba de felicidad ante los publicanos arrepentidos, aquel rostro que reflejaba el corazón del Padre celestial, ahora estaba cubierto de escupitajos, deformado por los golpes, era un rostro amoratado.
Nos conmovemos, nos duele hasta la indignación aquel brutal episodio. Pero tenía que ser así.
Seiscientos años antes el profeta lo había anticipado:
"Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos" (
Isaías 50:6).
Fue una bofetada única. La bofetada de la intolerancia. Fue un golpe severo, injusto. Probablemente se lo dio con tanta fuerza que causó un dolor agudo al Maestro. Pero no perturbó su serenidad. Cristo reacciona con dignidad. Presenta un dilema irrefutable. Como acusado tenía derecho a defenderse. Su respuesta era su defensa. La actuación de aquel golpeador, quienquiera que fuese, suponía una injusticia y una coacción a la libertad de defenderse de un reo. Cristo es matemáticamente lógico: si he hablado mal, dime dónde está el mal; y si he hablado bien ¿por qué me pegas?
Podría haber respondido el golpeador: te pego porque eres diferente. Porque crees cosas que yo no creo y no crees cosas en las que yo creo. Y, además, tienes el cinismo de hablar con arrogancia de ti, de tus creencias y de tus seguidores al Señor que está por encima de ti en el trono que representa Ias únicas verdades religiosas, el sumo sacerdote.
Ese es el perfil de las personas intolerantes. Cuanto más incierta e insegura es la propia fe, mayor es el grado de intolerancia que aplicamos a los demás.
En su clásico y pequeño librito CARTA SOBRE LA TOLERANCIA, el filósofo inglés John Locke (1632-1704) dice que la intolerancia ha existido desde siempre y es expresión de una constante de la naturaleza humana. Todo grupo religioso conlleva un cierto grado de intolerancia espiritual, como consecuencia necesaria de creerse poseedor único de la verdad absoluta.
Mirando hacia adentro, hacia nuestras iglesias, hacia nuestros dirigentes, hacia nuestras denominaciones, la intolerancia se expresa en el rechazo del otro y en la incapacidad de ver qué hay más allá de la apariencia.
Es un principio cien veces comprobado que el ser humano tiende a reproducir las conductas que ha padecido en el pasado. Otras cien veces se ha hablado y se ha escrito de la intolerancia religiosa que los evangélicos españoles hemos padecido por parte de la jerarquía católica y de los poderes políticos a lo largo de la Historia. Estos maltratos de la libertad de conciencia, estos atropellos a nuestros derechos de creer y expresar las creencias en privado y en público, ¿nos han hecho mejores o siquiera distintos?
He llegado a preguntarme si en esto de la intolerancia en el movimiento evangélico español fallamos las personas o fallan las estructuras. Con frecuencia creo que se trata de un fracaso de las estructuras. Nos hemos convertido a una determinada denominación configurada en las creencias y en la práctica del culto. Hemos quedado encerrados en ese armazón, se nos han apagado las luces del pensamiento autóctono y todo lo que vaya en contra de lo que nos han enseñado, hay que condenarlo por apócrifo o falsario.
¿Solución? Yo no pretendo dar soluciones. No las tengo. Me limito a denunciar una situación que entre nosotros es tan real como el correr de la sangre por nuestras venas. Que las actitudes de intolerancia parten casi siempre de los dirigentes, de los que están arriba, pongo por testigo a la Biblia y a la Historia. A éstos corresponde adoptar la fórmula de Mitscherlich: "Acercarse al otro con la intención de entenderlo mejor. Sólo a partir de esa mejor comprensión se ordenarán los conflictos de intereses y derechos de los contrincantes".
O seguimos este consejo o seguimos dándonos bofetadas unos a otros, bofetadas de intolerancia.
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