He contado mil veces que seis meses después de mi conversión decidí ingresar voluntario en el Ejército español. Tenía la edad de “ir a la mili”, pero pude haberme librado, como todos los de mi “quinta” por el hecho de haber nacido y vivido hasta entonces fuera de España. Yo buscaba un campo para testificar de mi fe más amplio del que me ofrecía Tánger, y el Ejército, con miles de soldados de mi misma edad, era un lugar ideal. Todo esto lo he dicho en otras ocasiones, pero para conocer bien una cosa o a una persona hay que conocer los detalles.
Llegué a Santa Cruz de Tenerife un jueves. Guardaba celosamente una dirección de la capital tinerfeña donde me habían dicho que se reunían los evangélicos. El domingo por la mañana, en cuanto
nos soltaron, acudí a la citada dirección. Llamé a la puerta. La abrió un hombre mayor, bajito, rechoncho. Manuel Díaz. Me presenté. Dije quién era y a qué iba. Me hizo pasar algo desconfiado. Me explicó que aquella mañana había una reunión, pero no en su casa. Luego supe que había sido multado poco tiempo atrás por celebrar cultos
protestantes y decidieron cambiar de lugar. Me presentó a su esposa, Cira, y a su hijastro, Genaro March. Genaro y yo nos dirigimos al lugar de reunión, una casa que pertenecía a doña Guadalupe, en la calle General Godet.
El grupo se componía de unas 25 personas. Genaro me introdujo a los presentes. Aun sin conocerme, dijo:
-Parece buen chico.
Le interrumpió un hombre jovial, simpático, de unos 30 años entonces, de nombre Moisés, quien comentó al grupo:
-El otro tenía al principio la misma cara de tonto que éste y ya sabemos cómo resultó.
Me quedé helado. Como si una brigada de bomberos hubiera dirigido las mangueras hacia mi fe y mis ilusiones.
Admito que todos los
quintos dan esa impresión. Pero yo tenía poco de tonto. Procedía de una ciudad internacional, no de una aldea en las Alpujarras. Hablaba tres idiomas. Me desenvolvía bastante bien en la vida. Pedí hablar y me autorizaron. Dije que no buscaba nada de ellos, expuse los motivos que me habían llevado a Tenerife. Acabada la reunión, las aguas volvieron a su cauce y de Moisés recibí el primer abrazo. El “otro” de referencia era Santos Molina, hijo del obispo de la Iglesia episcopal del mismo nombre, gran hombre de Dios. Santos, o “Santito”, como le llamaban, había causado algunos problemas al grupo. De los que nunca quise saber. Y ya se sabe. El gato escaldado…
En aquella reunión conocí a Matilde Tarquis. Matilde era miembro de una familia compuesta por seis hermanos. Cuatro mujeres: Celinda, Julia, Dácil, ella, y dos varones: Fabián y Pedro. Pertenecían a la clase media canaria. El padre, lo recuerdo de las pocas veces que le vi, era un hombre alto, atractivo, con una dignidad que envolvía toda su personalidad. Además de importante funcionario en Correos, escribía libros sobre tradiciones canarias, teatro y relatos isleños.
Matilde fue la primera de la familia en entregar su vida al Señor. Tras ella se convirtieron las tres hermanas. El libro de la vida debe tener muchas páginas dedicadas a esta mujer. Consagrada, trabajadora, con una pasión inagotable por las personas, inconversas y creyentes.
En uno de mis viajes posteriores a Tenerife Matilde me entregó un paquete para su hermano Pedro, que vivía en Madrid. Le llamé por teléfono y acudió a recogerlo a mi domicilio de la calle Pintor Ribera. Le acompañaban dos hijos pequeños, Alejandro y Pedro.
Fue así como conocí a Pedro Tarquis, quien por entonces tendría unos diez o doce años. Pasado el tiempo supe de su conversión a la fe cristiana, casi al mismo tiempo que su hermano Alejandro. En la Universidad Complutense de Madrid Pedro estudió cinco años de Medicina y otros cuatro años de especialidad en la rama de Medicina Interna. Ahora mismo coordina los servicios de urgencias en un gran hospital de Madrid.
Pedro Tarquis está emergiendo como uno de los grandes líderes del protestantismo español contemporáneo. El y su esposa Asunción dedican muchas horas a la atención del Centro Nuevo Amanecer, donde atienden a personas con problemas de drogadicción y a mujeres con otros tipos de problemas. Es secretario del Consejo Evangélico de Madrid. Acaba de ser nombrado director del departamento de prensa de la Alianza Evangélica Española. Cuando la F.E.R.E.D.E. me encomendó la Consejería de Medios de Comunicación pedí a Pedro Tarquis que asumiera el cargo de secretario general. Todo lo que esta Consejería ha hecho de relevante hasta ahora se debe a Pedro Tarquis. Es un comunicador extraordinario. Ha logrado introducirse en los grandes periódicos nacionales, en emisoras de radio y televisión, en instituciones que estaban cerradas a los evangélicos. Escribe con un estilo depurado, con ideas claras. A él se le debe confiar, inmediatamente, la responsabilidad de dirigir la Consejería en la que ya ejerce como secretario.
Si le dejan trabajar, si no obstaculizan su labor, si le apoyan, Pedro Tarquis puede ser el gran hombre que Dios tiene destinado para misiones importantes en esta hora de nuestra particular historia.
P.D. Aclaro al lector que este último párrafo lo escribí en mayo de 1995. Aunque las actividades de Tarquis son ahora otras, no he querido corregir lo que entonces dije.
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