La vanidad de la vida humana está representada en la Biblia par
la estatua que el rey Nabucodonosor vio en sueños. Aquella estatua tenía la cabeza de oro.
Esta cabeza era lo que más sobresalía en la fantástica imagen. El oro hablaba de las glorias de Nabucodonosor, de la grandeza de su reinado. Pero la Bíblia, para hacernos entender que hasta la vida de los seres más elevados es una completa vanidad, dice que el rey se volvió loco y anduvo por los campos comiendo yerba. De su encumbramiento como hombre descendió a la condición de animal.
Job, describiendo también la vanidad de la vida sobre la tierra dice que «el hombre nacido de mujer es corto de días y hastiado de sinsabores». Job vivió 248 años. Y a ese periodo de tiempo el patriarca lo llamó
«corto de días». Y hastiado de sinsabores. ¿Por qué hastiado de sinsabores? Porque para éste hombre, al igual que para todo aquel que alcanza a ver en espíritu la grandeza y la gloria de Dios, la vida humana es realmente una vanidad.
«Mis días son vanidad», dice Job en otro lugar de la Biblia.
Nadie describe la vanidad de la vida humana como lo hace Salomón en el libro del Eclesiastés. El autor sagrado nos habla de los placeres que experimentó y de lo vano que todos le resultaron.
El texto bíblico que se encuentra en los dos primeros capítulos de su libro dice
así: «Yo, el Predicador, fui rey sobre Israel en Jerusalén. Y di mi corazón a inquirir y a buscar con sabiduría todo lo que se hace debajo del cielo; este penoso trabajo dio Dios a los hijos de los hombres, para que se ocupen en él. Miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu.
Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse. Hablé yo en mi corazón, diciendo: He aquí yo me he engrandecido, y he crecido en sabiduría sobre todos los que fueron antes de mi en Jerusalén; y mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia. Y dedique mi corazón a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y los desvaríos; conocí que aun esto era aflicción de espíritu. Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia añade dolor. Dije yo en mi corazón: Ven ahora. te probare con alegría, y gozarás de bienes.
Mas he aquí esto también era vanidad. A la risa dije: Enloquece; y al placer: ¿De qué sirve esto? Propuse en mi corazón agasajar mi carne con vino, y que anduviese mi corazón en sabiduría, con retención de la necedad, hasta ver cuál fuese el bien de los hijos de los hombres, en el cual se ocuparan debajo del cielo todos los días de su vida. Engrandecí mis obras, edifiqué para mí casas, planté para mí viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles de todo fruto. Me hice estanques de aguas, para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en casa; también tuve posesión grande de vacas y de ovejas, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música. Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; a más de esto, conservé conmigo mi sabiduría. No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y ésta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol».
He aquí la vanidad de todas las grandezas de la tierra, descritas por un hombre que las experimentó. No es extraño que la Biblia nos hablé de hombres que después de haber comprendido la fugacidad de las cosas temporales y habiendo podido ver las excelencias del más allá y la grandeza del Creador quedaran como anonadados.
Isaías vio al Señor
«sentado sobre un trono alto y sublime» y cayó de rodillas diciendo:
«¡Ay de mi, que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al rey!» Pedro vio al Señor Jesús glorificado en el monte de la transfiguración y quiso quedarse allí, para siempre, junto al Maestro. Pablo vio y oyó al Señor cuando iba hacia Damasco, y cegado por el resplandor de tanta gloria cayó a tierra y temblando preguntó:
«Señor, ¿qué quieres que haga?» Juan, estando prisionero en la isla griega de Patmos, pudo también ver al Señor en visión, y dice:
«Cuando le vi, caí como muerto a sus pies».
Y todo esto es perfectamente natural. Cuando vivimos metidos en las cosas de esta vida, sin preocuparnos para nada de las cosas de Dios, no nos damos cuenta de toda la vanidad que nos rodea. Pero cuando
oimos una predicación, cuando escuchamos el mensaje del Evangelio, cuando tomamos una Biblia y nos deleitamos en su contenido, es decir, cuando nos damos cuenta de que hay un Dios que nos busca, que existe otra vida más allá de la presente, entonces es cuando reaccionamos como lo hicieron esos hombres.
Entonces es cuando advertimos la miseria de todo lo temporal y la grandeza de lo eterno.
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