Juan habla de “principio” en sentido absoluto. El Verbo existía antes de la creación del mundo. “Era con Dios” explica la íntima relación entre el Padre y el Hijo. Los dos eran una sola cosa.
De un misterio pasamos a otro misterio. De un asombro a otro asombro mayor:
“Aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros”. Aquí, en este mundo, en un humilde rincón del globo. Habitó entre nosotros. Fue el viaje de Dios a la tierra del hombre. Los antiguos gnósticos arrancaban de una concepción común del universo con siete u ocho cielos. La Biblia sólo habla de tres. El cielo de las aves, el cielo de las nebulosas y el tercer cielo, donde fue arrebatado Pablo en el cuerpo o sin el cuerpo. El descenso de Dios tuvo lugar a través de esos tres cielos hasta el vientre de la virgen María.
Quien nace de ese vientre une la divinidad con la humanidad en una sola persona, misterio cuya más sensible y enérgica expresión es el Hombre-Dios. Este Hombre Dios es a un tiempo la segunda Persona de la Trinidad y la Persona divina de la naturaleza humana.
Así fue el viaje de Dios a la tierra hace unos dos mil años.
Todo estaba anticipado en la antigua Alianza. Mil años antes de aquella noche que fue nuestro día, la de la primera Navidad, Salomón pregunta perplejo:
“¿Es verdad que Dios morará sobre la tierra?” (
1º de Reyes 8:27). Pasan cuatro siglos y otro autor inspirado, Isaías, expresa sus ansias porque se cumpla afirmativamente la inquietud de Salomón:
“¡Oh si rompieses los cielos y descendieras!” (
Isaías 64:1).
Y se rompen los cielos. Y Dios mora sobre la tierra. Es un viaje de ida y vuelta. Treinta y tres años con nosotros y de nuevo con los ángeles en la eternidad.
Afortunados los terrenos, los humanos, los mortales. Ni Abraham, ni Isaac, ni Jacob, ni otro alguno pudo ver al Padre e inefable Señor del universo. El pueblo hebreo no pudo resistir la gloria de Dios que iluminaba el monte Sinaí. Con todo, Aquél que se hizo fuego sobre la zarza atraviesa el cielo y baja a la tierra, al mundo muy por debajo del suyo propio.
“Yo no soy de este mundo”, diría el Dios encarnado a los judíos (
Juan 8:23).
¿Se rompió la Trinidad con el viaje de la segunda Persona a este mundo? En absoluto. En un ángulo de la tierra el Hijo se dejó ver en sustancia, en forma humana, materialmente asequible. Pero siempre estuvo en el seno del Padre (
Juan 1:18).
Ahora que hace poco hemos celebrado un año más la fiesta de Navidad, no olvidemos con el nuevo año que hemos evocado el viaje de Dios a la tierra. La Navidad misma no es sino un preámbulo, un ponerse en camino con la sorpresa de que Dios está a nuestro lado, en compañía de carne y sangre, de temor y de ternura, de ojos que ven, de nervios que vibran.
La Navidad que hemos celebrado es sólo el prólogo y la víspera de los más trascendentes regalos de Dios: Belén, Nazaret, Betania, camino del monte Calvario, tortura, muerte, resurrección, el Espíritu Santo, Pentecostés, Iglesia triunfante. También la proclamación gloriosa y grandiosa del misterio del Verbo de Dios que era desde el principio, antes de todas las cosas, por quien todo fue hecho.
La Navidad pasada nos lleva de la mano hasta la gruta del nacimiento para que en ella veamos nuestro propio renacimiento; para que contemplemos y adoremos la gloria oculta del Hijo de la Virgen y soñemos en la nuestra futura.
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