La vida y la muerte no son dos polos opuestos, sino dos estados conexos. Tiene poco sentido festejar el nacimiento y romperse de dolor por dentro cuando llega la hora del desnacimiento, sea en el tiempo y de la manera que sea.
Entre los horrores que la ignorancia impone a los seres humanos, los comportamientos que suelan darse ante la muerte pueden ser contados entre los más sólidos y profundos. Porque la muerte no tiene nada de terrible.
Al lado de todos los males que nos flagelan, la muerte es buena. Para el descreído todo acaba a unos metros de profundidad. Para el creyente todo comienza allí. Estar muerto es ser todopoderoso.
En la Biblia la muerte escapa a toda hipérbole sentimental. Es siempre descrita en términos de esperanza:
“Yo se que mi redentor vive, y después de deshecha esta mi piel he de ver en mi carne a Dios” (Job).
“El que cree en mi, aunque esté muerto vivirá” (Jesús).
“¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (Pablo).
La cultura bíblica de la muerte no es pesimista, no es una cultura de punto final, tétrica y desesperanzada.
El Nuevo Testamento no contempla la muerte como un fenómeno antinatural al que hay que resignarse sin más remedio como ante lo fatal.
Esta es la impresión que han dado todos los medios de comunicación en el tratamiento a las víctimas del avión siniestrado el 20 de agosto. Televisión, radio y periódicos han insistido una vez y otra, hasta la saciedad, sobre los muertos y las causas de la muerte. Ni este bombardeo mediático ni la comparecencia de los políticos, encabezados por el rey, a los actos de duelo sirven para nada. El muerto va al lugar que Dios le tiene destinado y el vivo queda a solas con su dolor.
Toda esta parafernalia fúnebre aparta el alma de las grandes preguntas: ¿Qué es morir? ¿Por qué morimos? ¿Quién ha marcado en nuestra frente la cruz de la muerte? ¿Es la muerte el final de la existencia? ¿Hay vida celestial después de la muerte terrena?
Una sociedad católica, como se supone que sea la española, no está educada para aceptar la muerte con naturalidad. ¿A qué tantos funerales llamados de Estado? ¿A qué tantas misas de difuntos? ¿A qué tanta ropa negra, tantos velos, tanto luto? ¿A qué tantos rostros cicatrizados por el llanto? ¿Sólo hay paraísos terrenales? ¿Y el Edén de Dios, la morada del Dios eterno, donde suben las almas sobre nubes azules y entre cánticos de alegría?
Hay que educar a esta sociedad española, supuestamente católica y como tal desinformada, que la muerte es sólo una partida, un paso del alma desde este lugar a otro. La luz de Cristo expresa la esperanza de la inmortalidad. El alma se libera del cuerpo como esas alas de mariposas que salen de la crisálida para ir a unos retiros misteriosos.
La cultura bíblica de la muerte enseña que Cristo la venció, salvando al mundo al morir El. La muerte cristiana es conmovedora de grandeza y hermosura. Dios no puede asistir a ninguna muerte humana sin revivir la muerte de Cristo.
Después de la muerte de nada valen los duelos, los funerales ni las misas de difuntos. Los que mueren en Cristo son acompañados por El hasta el mismo umbral de la eternidad.
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