Algo de verdad hay en la denuncia de Villemain. En las grandes ciudades de Hispanoamérica, México, Bogotá, Caracas, Río de Janeiro, San Pablo, El Salvador, ciudad de Guatemala, Quito y otras muchas, la violencia juvenil, con matanzas y violaciones a diario, es un hecho imposible de ignorar.
Pero no todo el monte es leña; ni todos los rosales espinas; ni hay basura en todas las playas.
¿Por qué no se escribe y se habla de la otra juventud? ¿Todas las lluvias provocan tormentas? ¿Todas las olas desembocan en tempestades? En las ciudades que he mencionado vive otra juventud que jamás aparece en las páginas de los periódicos. Una juventud trabajadora, estudiosa, sana, arraigada en principios morales que ya quisieran para si millones de adultos, una juventud creyente, consagrada a su iglesia, practicante de la fe, esforzada en comunicar a otros las bellezas de la vida cristiana.
Escribo estas reflexiones a raíz de una experiencia vivida recientemente. Para hacer más fácil la lectura redacto en primera persona del singular. Durante la pasada llamada semana santa una Iglesia de Maracay, en Venezuela, me pidió que le dedicara la fecha con predicaciones diarias. Antes de ir a Maracay estuve en otra Iglesia de Caracas, en la barriada El Silencio. Allí entré en contacto con un grupo de jóvenes que formaban un inspirado e inspirador coro a varias voces. Quedé impresionado por la belleza de los cánticos y la armonía del conjunto. Hablé con ellos. Les pedí que me acompañaran a Maracay y apoyaran la campaña. Algunos ya tenían planes para aquellos días de vacaciones. Pero renunciaron y se involucraron en el trabajo evangelístico. Fueron a Maracay. Ni uno solo faltó. El predicador de la Iglesia, Jorge Pérez, los acogió a todos en su casa. Dormían en colchonetas tendidas en el piso. Comían lo que la esposa del predicador les preparaba, que no era mucho. El día lo dedicaban a evangelizar por las casas, invitando a personas nuevas a la reunión de la noche. Las conversiones que tuvimos por aquellos días se debieron en gran parte a la obra personal que hicieron de casa en casa.
En aquel grupo de jóvenes, cuya fotografía he entregado al director de Protestante Digital por si tiene a bien publicarla, figura una niña de 12 años, con un nombre que no he oído en ninguna otra persona. Se llama Getsemaní. Y una hermana, algo mayor que ella, responde al nombre de Jerusalén. Este último pasa, pero Getsemaní, que en el idioma del Nuevo Testamento significa “Molino de aceite”, me parece un no se qué. En fin, allá los padres.
Getsemaní entregó su vida al Señor un par de meses antes, en Caracas, respondiendo a la invitación que hice después de predicar. Fue bautizada por su propio hermano. Alguien cerca de mi me preguntó si no era demasiado pequeña para ser bautizada. ¿Pequeña? En un aparte diré que el número doce ocupa un lugar destacado en la Biblia. El doce es por excelencia el número de la elección de Israel, doce fueron las tribus y doce los patriarcas. Doce los panes de la proposición y el número de ofrendas que detalla el Levítico. En el Nuevo Testamento el número goza de gran favor. Doce fueron los apóstoles y la disposición y medidas de la nueva Jerusalén, la corona de las doce estrellas y el número de los justos, simbolismo que muestra la unidad de los dos Testamentos.
Nunca me he parado a pensar en la edad que tenía el niño Samuel cuando, auxiliando al sacerdote Elí en el templo, llegó a él Palabra de Dios reclamándole a su servicio. Meses atrás tropecé con un comentario del historiador judío Flavio Josefo, quien vivió en Jerusalén durante el primer siglo de la era cristiana, donde asegura que Samuel tenía exactamente doce años cuando dijo al Señor:
“Habla, porque tu siervo oye” (
1ª de Samuel 3:10).
Mi segundo ejemplo lo conocen hasta los niños que asisten a la Escuela Dominical de la Iglesia.
“Cuando tuvo doce años” el niño Jesús se hallaba en el templo
“sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles. Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia” (
Lucas 2:41-47).
Maravillado quedé yo de la inteligencia de la niña Getsemaní cuando tuve la ocasión de conocerla mejor. Ni su mente ni su cuerpo responden al número que marca su carnet de identidad. Es lectora asidua de la Biblia, cultiva la lectura de libros escritos para adultos. Desde que descubrió Protestante Digital y nuestras emisiones de audio, lee y escucha estos medios todo el tiempo que le permiten sus obligaciones escolares y otros deberes.
No le quito razón al periodista León Villemain cuando escribe sobre la violencia y agresividad de jóvenes en ciudades de la América hispana. Lo culpo de no ver y escribir de esos otros jóvenes que son ejemplos en la familia y en la sociedad.
Jóvenes que sienten una tremenda necesidad afectiva por ser amados y escuchados. Jóvenes que buscan compartir sus carencias y preocupaciones. Necesitan encuentros personales, conversar, intercambiar opiniones, quieren amor, ternura, cariño, una amistad verdadera. Jóvenes que son más víctimas que culpables. Guiados por la enseñanzas de la Palabra pueden llegar a ser grandes mujeres y hombres de Dios, para Dios, al servicio de la Iglesia.
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