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Carta de Unamuno a un pastor evangélico

El texto que sigue fue escrito por el eminente filósofo y literato español Miguel de Unamuno a José M. Ripoll, pastor evangélico español residente en Cuba.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 10 DE ABRIL DE 2008 22:00 h

La carta fue redactada en torno a 1915. Huelga todo comentario introductorio.

Lo que dice Miguel de Unamuno se entiende a la perfección y se explica por sí mismo.

«Sr. D José M. Ripoll.

— Muy señor mío:

Le agradezco mucho su carta, y me conforta y corrobora el ánimo el ver cómo a largas distancias sienten la solidaridad que los une, los hombres todos que trabajan por que venga a la tierra el reino de Dios. Y me anima más aun el recibir voces de aliento de un país que, como ése, fue, hasta no ha mucho, de mi querida España, y ésta, por sus culpas, lo perdió. Y creo que España, la verdadera España, la España íntima y espiritual, ha ganado mucho con verse reducida al solar de sus abuelos. Tal vez hemos perdido América para mejor ganarla, como deben ganarse los pueblos, mutuamente y comulgando en la cultura. Quiero, en efecto, creer y esperar que la pérdida de las últimas posesiones ultramarinas de la Corona española sea para España, recogida en su hogar, principio de una nueva vida. Nuestra Historia ha sido un sueño, y en ninguna parte pudo mejor que aquí brotar el aforismo calderoniano. Después de ocho siglos de reconquista y cuando parecía que íbamos a entrar en vida de paz y de trabajo, el descubrimiento de América abrió nuevo campo a nuestro espíritu de aventuras, y vertimos sangre y alma entre generosidades y rapacidades. Dejamos ahí mucho de nuestro corazón y trajimos todo el oro que pudimos. Como he dicho hace poco en Gijón, fuimos a conquistar tierras con la espada en la diestra y en la izquierda el crucifijo, sólo que cambiamos alguna vez de mano y erigimos en alto la espada, golpeando con el crucifijo; peleando a “cristazos”. Y lo estamos pagando. Sin embargo, si a la Magdalena se le perdonó porque amó mucho, habrá que perdonar a España, por grandes que hayan sido sus yerros. Y aquí se observan síntomas de despertar. Por debajo de lo que llaman cuestión religiosa y no lo es, sino sólo político-eclesiástica; por debajo de ella empieza a asomar la cuestión real y verdaderamente religiosa; la de la emancipación de la conciencia cristiana para los que no nos satisfacemos con aquello del Catecismo de: “Eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. De esto acabo de hablar en Gijón.

Hace dos años, en Cartagena, dije que nos hacía falta en España una Reforma, una Reforma nuestra, indígena, española, no de traducción, pero que fuera a nosotros lo que la Reforma del siglo XVI fue a los países germánicos, escandinavos y anglosajones. Hay que cristianizar a España, donde aún persisten las formas más bajas del paganismo, sancionadas, de ordinario, por la Iglesia. Voy por pueblos y ciudades predicando contra la mentira, que es lo que aquí nos mata, y diciendo en todos tonos que vale más error en que de buena fe se cree que verdad en que no se cree. Y se me respeta. No hace aún dos años, se me tenía por muchos como un extravagante: empiezan a tomarme más en serio, y espero, con la ayuda de Dios, hacer que las gentes se acostumbren a oír con calma ciertas cosas.

Es cosa necia esta bárbara intolerancia que nos corroe, y sobre todo, el miedo a la verdad, el miedo a afrontar el misterio, el miedo a pensar por sí. Se ha acostumbrado aquí a las gentes a que lo tomen todo hecho, y sólo piden dogmas, fórmulas, recetas. Me decía uno: “Yo no quiero saber de medicina, ni dónde tengo el hígado, ni para qué me sirve, porque eso me haría aprensivo; ahí está el médico, que lo estudie y me cure o me mate. Tampoco quiero inquietarme en averiguar lo que haya de Dios, de Cristo y de otra vida; el meterme en esas honduras sólo me trae desasosiegos, y necesito mi tiempo para ganarme la vida; ahí está el cura, que lo estudie él, pues se le paga para eso, y lo que él me diga, bien está”. Y le dije: “Está usted podrido de pies a cabeza”. La buena nueva en España se reduce a estas palabras: ¡No deleguéis! Porque aquí se delega todo, y domina la anarquía porque nadie se toma el trabajo de mandar racionalmente. Mi labor es de inquietar espíritus. Inútil sembrar trigo en una era; los granos se pudren o se los comen los pájaros. Antes de la siembra hay que arar y abonar el suelo. Y en España hay que arar los espíritus y abonarlos, inquietarlos y hacerlos fermentar. Llevan siglos de barbecho, y aquí hay que añadir, a las ya conocidas, una obra de misericordia, cual es la de “despertar al dormido”. Porque si no, se le quema la casa, y él con ella.

En vez de darnos una luz, la del Evangelio, para que con ella nos abriésemos por nosotros mismos nuestro sendero a través de la selva del mundo, se nos metió en un carro desvencijado y se nos lleva en él, dando tumbos, por caminos que no conocemos y a oscuras. Y la ociosidad espiritual nos lleva a todo género de excesos. Esto he dicho en Gijón. Es preciso que desaparezca esa vergüenza de que en un país que se dice cristiano, y donde los 9.999 por cada 10.000 no han leído el Evangelio, sirva éste todavía para que lo recorten en pedacitos —el texto latino—, los cierren en unas bolsitas bordadas por monjas, y llenas de lentejuelas y las cuelguen del cuello de los niños a guisa de amuleto; y ese otro de que las mujeres al sentirse con los dolores del parto se traguen una cintita de papel con una jaculatoria.

Y cuando se denuncia esto entre sacerdotes, le salen a usted con que son cosas inocentes y que, si bien sean supersticiosas, no conviene ir contra ellas, pues proceden de buena fe. ¡Vaya una buena fe! Si me pusiera a escribirle de esto no acabaría nunca, y así es mejor que corte esta carta. Quería usted que le dijese algo del estado religioso de España...

¡Es tanto lo que hay que decir! Aquí se pasa de la más fanática e intolerante ortodoxia católica al más burdo y torpe librepensamiento, que ni es libre ni es pensamiento, y ello es casi forzoso. Pero creo que alborea alguna otra cosa. Y por lo menos el deber de todo buen español es trabajar por ello.

Le saluda su afectísimo s. s.,

Miguel de Unamuno.»
 

 


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