Después de decirnos que en la vida hay tiempo para todo, el rey del antiguo Israel dice que hay también:
“Tiempo de guerra y tiempo de paz” (vs. 8). La relación que Salomón hace de los acontecimientos de la vida humana, tanto de los ordinarios como de los trascendentales, concluye con un adverbio negativo, guerra, y otro positivo, paz.
Al decir Salomón que hay tiempo de guerra está infiriendo que la guerra es inevitable.
Ya lo dijo Jesús hace más de dos mil años:
“Oiréis guerras y rumores de guerras” (
Mateo 24:6). La guerra ha sido siempre el instrumento de la civilización.
La primera guerra de la que tenemos noticia tuvo lugar, y parece una paradoja, en el cielo. El apóstol Juan escribe en el Apocalipsis acerca de una misteriosa guerra que tuvo lugar entre las legiones celestiales de Dios y las legiones del gran dragón, Satanás:
“Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles; pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él.” (
Apocalipsis 12:7-9).
Desde aquél entonces, el caballo rojo que en el Apocalipsis representa la guerra ha estado cabalgando sin parar por todos los rincones de la tierra.
Un estudio presentado por las Naciones Unidas afirmaba que en tres mil años de historia el mundo sólo había conocido 120 años de paz. Ahora mismo hay 169 puntos de guerra en distintos países de la tierra.
El profeta Isaías definió a Cristo como
“Príncipe de paz” (
Isaías 9:6). Cuando el Hijo de Dios se encarna para vivir en la tierra durante 33 años, los ángeles proclaman un mensaje de paz:
“Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz” (
Lucas 2:14).
Si Mateo dice que los pacificadores serán llamados hijos de Dios, esto implica que todos los hijos de Dios deben ser pacificadores. No tenemos capacidad para poner paz entre las naciones en guerra, pero podemos hacerlo entre las personas que nos rodean.
Podemos promover la paz en nuestra propia familia.
Entre nuestros amigos.
Entre los miembros de nuestra congregación.
La corona de la bienaventuranza puede ser nuestra si desarrollamos un ministerio de paz.
En los catorce pares de antítesis que he analizado Salomón escribe sobre distintas actividades de la vida diaria. Dice que hay tiempo para todo, pero olvida algo muy importante: vivir.
En la primera exégesis afirma que hay tiempo de nacer y tiempo de morir. Pero, cosa extraña, no dice que hay tiempo de vivir.
¿Lo olvidó o tiene sentido? La vida en la tierra es tan corta que apenas tenemos tiempo para vivirla. El escritor italiano Giovanni Papini dice que desde la cuna a la tumba sólo hay un suspiro, una nube de humo.
El novelista brasileño Paulo Coelho cuenta la siguiente historia:
Un amigo del viajero decidió pasar algunas semanas en un monasterio del Nepal. Una tarde entró en uno de los muchos templos del monasterio, y encontró a un monje, sonriendo, sentado en el altar.
-¿Por qué sonríe usted? –le preguntó al monje.
-Porque entiendo el significado de los plátanos –dijo el monje, abriendo una bolsa que llevaba, y sacando un plátano podrido de su interior-.
Ésta es la vida que pasó y no fue aprovechada en el momento preciso, ahora es demasiado tarde.
Acto seguido, sacó de la bolsa un plátano todavía verde.
Se lo enseñó y volvió a guardarlo.
-Ésta es la vida que todavía no ha ocurrido, hay que esperar el momento preciso –dijo.
Finalmente, sacó un plátano maduro, lo peló y lo compartió con mi amigo, diciendo:
-Éste es el momento presente. Aprende a vivirlo sin miedo.
Estamos aquí porque hemos nacido.
Moriremos porque estamos vivos.
Todo lo que tenemos realmente nuestro es el presente.
Recuerdo la cita de Ortega y Gasset que incluí en el primer comentario al catálogo de Salomón: “La vida se nos es dada vacía. Cada uno de nosotros ha de llenarla por sí mismo”.
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