Y sin embargo, las lecciones y deducciones nunca se agotan. Nadie diga que la Biblia es un libro anticuado. En estas prisiones de angustia que encadenan al hombre moderno la Biblia es la única ventana de esperanza que se abre de cara a la eternidad. Todos los descubrimientos humanos, todos los progresos de la ciencia, todos los fracasos del hombre en una sociedad vacía y amargada no hacen sino confirmar los principios de la Biblia.
Siete días tocando trompetas y gritando enderredor de la fortaleza a pulmón abierto hicieron caer las murallas de la ciudad fortificada,
“cerrada, bien cerrada, a causa de los hijos de Israel” (
Josué 6:1). La Jericó cananea, edificada sobre un altozano de 307 por 161 metros, que dominaba orgullosa la llanura de su nombre, cedió al empuje del esfuerzo israelita. Algunos comentaristas afirman que los judíos no vencieron sólo a gritos, que contaban con la ayuda de Dios. Al terminar la séptima vuelta del séptimo día -dicen- Dios provocó un terremoto que derribó los muros.
Es igual. Si ocurrió así, el relato bíblico no se desprestigia; todo lo contrario, se afirma, porque vendría a demostrar una vez más que para toda empresa de fe se requiere el esfuerzo combinado de Dios y de la persona que cree en El.
Sin más adornos literarios: España, hoy, es una fortaleza cerrada a la espiritualidad querida por Cristo. Este país, donde 80 de cada cien niños son apuntados a la religión católica a los pocos días de nacer, está tan materializado como el resto de Europa. Aquí todo el mundo sabe que hay curas, porque están metidos en la sociedad española como está metida el alma al cuerpo, pero son menos los que saben que existe Dios.
A los cristianos de la Biblia nos está invadiendo el desfallecimiento. Como Jeremías, estamos cansados de gritar la Palabra. El español no cree. No quiere creer. Está sordo. Está ciego. Tiene la conciencia cauterizada. Tiene el alma fría, endurecida, muerta. Estamos quedándonos sin pulmones de tanto gritar desde los púlpitos, desde los libros, revistas y folletos, desde los micrófonos cada vez que se nos presenta una oportunidad. Nos faltan las fuerzas a causa de nuestro constante vociferar en este país de 45 millones de indiferentes espirituales. De casi ateos.
Con todo, hemos de continuar.
Si España es una Jericó cerrada, bien cerrada a las llamadas del Evangelio, nosotros hemos de seguir dando vueltas y más vueltas a sus murallas de incredulidad hasta que se derrumben o hasta que nos derrumbemos nosotros en la tumba por donde se llega a la eternidad de Dios.
- Hay que gritar contra la confusión política.
- Gritar contra el engaño de las ideologías humanas.
- Gritar contra la vida artificial que nos han creado.
- Gritar contra el cansancio vital de las multitudes.
- Gritar contra todas las formas de angustias y depresiones.
- Gritar contra la sequedad espiritual.
- Gritar contra la falta de fe.
- Gritar contra el veneno del materialismo.
- Gritar contra el ateísmo práctico.
- Gritar contra los falsos sistemas religiosos.
- Gritar contra el consumismo de la sociedad.
- Gritar contra el vacío de la juventud.
- Gritar contra el cansancio de los cristianos.
- Gritar contra el sueño de nuestras Iglesias.
- Gritar contra la falta de responsabilidad de sus miembros.
- Gritar contra la inconsecuencia de los líderes cristianos.
- Gritar hasta llenar el aire con nuestros gritos. Hasta que el corazón se nos rompa de dolor.
Las siete vueltas de la ciudad amurallada significa que los cristianos hemos de ser constantes en nuestra estrategia evangelizadora, incansables en nuestra misión de derribar todos los muros de la incredulidad.
Y el día que nosotros dejemos de gritar, los mismos muros y las piedras de las calles clamarán con gritos de angustia.
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