¿Qué se le perdió a Benedicto XVI en aquél museo del horror? Primero habló como ciudadano. Dijo: “Estoy aquí como hijo de un pueblo sobre el cual un grupo de criminales alcanzó el poder…con la fuerza del terror y de la intimidación a fin de que nuestro pueblo pudiera ser usado y abusado como instrumento de su destrucción y de sus dominios”.
Estas palabras pronunciadas en el campo de exterminio donde fueron asesinadas más de un millón cien mil personas dieron lugar a polémicas y escándalos, especialmente entre dirigentes de la comunidad judía. Daniel Jonah Goldhagen, autor de LA IGLESIA CATÓLICA Y EL HOLOCAUSTO: UNA DEUDA PENDIENTE”, declaró que Benedicto XVI eliminó y ocultó toda relación entre la Iglesia católica y el holocausto. “Por asombroso que parezca –expresó Goldhagen- Benedicto XVI entró en Auschwitz, cementerio de un millón de judíos, y no mencionó ni una sola vez el motor fundamental del holocausto: El antisemitismo”.
Al final de su discurso el Papa se quitó la ropa de ciudadano alemán y se colocó la tiara vaticana. Dejó de hablar como hijo del pueblo y como teólogo se le escapó una pregunta que no tendría que haber hecho y cuya respuesta debería conocer: “¿Dónde estabas, Señor, mientras esto ocurría?”
La pregunta roza la blasfemia. Un Papa interrogándose por el silencio de Dios ante el sufrimiento humano. ¿Por qué callaste, Señor? ¿Por qué has tolerado todo esto? ¿Dónde estabas cuando Hitler asesinaba a inocentes?
Ese grito hay que dirigirlo al hombre, no al Divino. Patético chiste hablar del silencio de Dios y olvidar los silencios oficiales del Vaticano católico. Benedicto XVI debió haber preguntado dónde estaba su Iglesia, dónde estaban los líderes del Cristianismo universal cuando los hornos crematorios consumían cuerpos humanos.
Es muy cómodo recurrir al silencio de Dios para justificar las masacres que se cometen en la tierra sin su consentimiento, con su condena expresa. Un Papa, un teólogo de primera fila como lo es Ratzinger, debería conocer la Biblia y su contenido.
Refugiado en el interior de una cueva por miedo a las amenazas de la reina Jezabel, el profeta Elías contempla un poderoso viento que rompía los montes y quebraba las peñas; tras el viento un terremoto. Tras el terremoto un fuego. Pero Dios no estaba en el viento, no estaba en el terremoto, no estaba en el fuego.
Tampoco estaba Dios en los campos de exterminio.
No estaba en el fuego que destruía los cadáveres.
No estaba en la locura del holocausto.
No estaba en el odio, no estaba en la matanza masiva de hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos.
Donde esté el mal no está Dios. Dios es el bien.
En los millones de personas asesinadas por la barbarie nazi no se puede invocar el silencio de Dios. Los únicos culpables fueron seres demenciales impulsados por el odio, la crueldad, la carencia de humanidad.
En mi condición de creyente, lector asiduo de la Biblia, me cuesta mucho imaginar a un Papa preguntándose sobre el silencio de Dios. ¿No ha leído en el libro de las Lamentaciones que las misericordias de Dios son nuevas cada mañana? Luego cada mañana, las veinticuatro horas del día el corazón de Dios se aúpa sobre los avatares humanos hasta sedimentarse en la frente como una diadema paternal.
Se interroga Benedicto XVI dónde estaba Dios cuando Hitler asesinaba a judíos y a no judíos. ¿Dónde estaba la Iglesia católica? ¿Dónde estaban los jerarcas protestantes- Bonhoffer fue una excepción-? ¿Dónde estaba toda aquella generación testigo de los crímenes? Fueron ellos los que callaron, no Dios. Callaron por conveniencias políticas, por indiferencia ante el sufrimiento ajeno, por cobardía. Como Adán, vivieron escondidos detrás de sus miedos o cómodamente instalados en los templos de las Iglesias, de todas las iglesias, católicas y protestantes. Los católicos fueron más culpables dado el peso político del Vaticano.
Desde púlpitos católicos y protestantes, en libros escritos por unos y por otros se nos asegura que Dios “es el Señor de la Historia”. Si esto fuera cierto, todos los crímenes que a diario se cometen, los diez millones de muertos en la guerra de 1914 a 1918, los veinte millones asesinados por las revoluciones comunistas en la Unión Soviética y en China, los treinta y ocho millones que perecieron a causa de la segunda gran guerra, entre 1939 y 1945, los horrores de Hiroshima y Nagasaki, los muertos por metrallas de odio en Vietnam, en Corea, en Yugoslavia, en Afganistán, en Irak; los tres millones de africanos que mueren anualmente a causa del sida, los 800 millones de criaturas que pasan hambre en el mundo, todo, todo eso y más sería atribuible a Dios, si le consideramos Señor de la Historia. El sería el responsable último, porque lo quiera o porque lo permita.
No es así. Otra vez digo que en la historia bíblica citada, Dios no estaba en la tragedia. No estaba en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego. El Papa hizo mal, muy mal al pretender asociar a Dios con nuestras infamias. La historia humana, observa André Frossard, no implica a Dios, quien, por el contrario, entra en la Historia con un mensaje de paz y de redención a través de Jesús, el Cristo.
¿Dónde estaba Dios cuando se fraguaba el Holocausto? ¿Dónde está Dios ahora, dónde ha estado siempre? Transcribo para el Papa señor Ratzinger este breve poema de la escritora, ya fallecida, Gloria Fuertes. Tal vez se diera el milagro de que su texto volara en alas del viento hasta la silla papal y su ocupante llegara a leerlo. El poema se titula así, “¿Dónde está Dios?”, pregunta que inquieta a Benedicto XVI.
Si te tienen que decir dónde está,
Dios se marcha.
De nada vale que te diga que vive en tu garganta.
Que Dios está en las flores y en los granos,
En los pájaros y en las llagas,
En lo feo, en lo triste, en el aire, en el agua;
Dios está en el mar y a veces en el templo,
Dios está en el dolor que queda y en el viejo
Que pasa,
En la madre que pare y en la garrapata, en la mujer
Pública y en la torre de la mezquita blanca.
Dios está en la mina y en la plaza.
Es verdad que está en todas partes,
Pero hay que verle,
Sin preguntar que dónde está como si fuera
Mineral o planta.
Quédate en silencio,
Mírate a la cara.
El misterio de que veas y sientas, ¿no basta?
Pasa un niño cantando,
Tú le amas,
Ahí está Dios.
Le tienes en la lengua cuando cantas,
En la voz cuando blasfemas,
Y cuando preguntas que dónde está,
Esa curiosidad es Dios, que camina por tu sangre
Amarga.
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