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El otro «carcelero de Filipos»

Lo escribo sin rubor. Sin pedir perdón por autobiografiarme. Cuando yo muera habrá desaparecido de la tierra el evangélico español más involucrado en el proceso evangelístico del último medio siglo. Así ha sido desde los primeros días de mi conversión.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 22 DE FEBRERO DE 2007 23:00 h

Yo llegué a Cristo procedente del campo de la indiferencia religiosa y del ateísmo. Asistí por vez primera a un templo cristiano un viernes por la noche. Regresé al día siguiente. El domingo por la mañana fui bautizado en la piscina de un exclusivo Club diplomático por el joven misionero cubano, nacionalizado estadounidense y casado con una mujer de este ultimo país, Rubén Lores.

Estoy hablando de Tánger, por aquella época ciudad internacional en el norte de Marruecos.

No me pregunten cómo. No puedo explicarlo. Al salir de la piscina, sentí dentro de mi un deseo intenso de comunicar a otros lo que yo había recibido de Dios. La misma tarde de aquél domingo, acompañado de cinco jóvenes miembros de la iglesia que por entonces se iniciaba, bajé hasta las casas de amplios patios situadas en el Zoco Grande y Cuesta de la playa y con potencia de voz comencé a evangelizar. ¿Evangelizar? Nunca había leído los Evangelios. Mi lectura de la Biblia se limitaba a tres días. Pero yo hablaba y hablaba, contando mi experiencia, hasta que el mayor del grupo, Miguel Valdivieso, juntó su boca a uno de mis oídos todo cuanto pudo y me pidió que acabara, que a continuación procedía cantar algunos coritos.

Además de Rubén Lores, figuraba en aquella iglesia, también como misionero, un norteamericano que andaba por los cincuenta, llamado Peter Harayda. Para todos nosotros era don Pedro. Tenía un viejo jeep, regalo de la Legación norteamericana en Tánger. En la parte trasera del vehículo montábamos los jóvenes recorriendo los barrios, cantando, hablando. Don Pedro dirigía los cánticos desde el interior, golpeando el volante para marcar el ritmo musical; no recuerdo qué ritmo, porque todos éramos analfabetos en notas del pentagrama.

Un día propuse a Don Pedro ir a Larache, ciudad a unos 120 kilómetros de Tánger (calculo de memoria). En Larache viví mi adolescencia y primera juventud. Tenía amigos a quienes quería evangelizar. Salimos de Tánger don Pedro, cuatro jóvenes y varias cajas de folletos en el viejo jeep. Uno de éstos jóvenes, que naturalmente ya no lo es, aún vive y sirve al Señor en Paris. Se llama Cándido Gijón.

A los 40 kilómetros de recorrido llegamos a Arcila. Tanto Larache como Arcila eran entonces ciudades dominadas por militares y curas. A Cándido se le ocurrió dar varios folletos a un franciscano que encontró a su paso. Menos de una hora después estábamos todos en la Comisaría de Policía. Nos robaron las cajas de folletos, amonestaron a don Pedro y nos devolvieron camino de Tánger. En las oficinas centrales de la Policía, en Tetuán, que era capital del protectorado español en Marruecos, quedó mi ficha. Sólo la mía. Al parecer yo era el más peligroso del grupo. Desde aquél día se me prohibió bajo pena de encarcelamiento la entrada a cualquier punto del protectorado español.

Así terminó mi primera campaña de evangelización.

Pero no me di por vencido. Seis años después de esta historia Marruecos recobró su independencia y el Gobierno musulmán anuló la prohibición. Más maduro y con más experiencia, fui a Larache, alquilé un local y logré establecer una congregación que atendía desde Tánger. En Ceuta, Málaga, Barcelona y no se si en otras ciudades aún viven personas convertidas en Larache o descendientes de ellas.

Desde aquél día de mi sermón callejero en Tánger hasta el día de hoy he predicado el Evangelio y pronunciado conferencias sobre temas específicos en iglesias, teatros, universidades, centros culturales y otras instituciones en 33 de las 50 capitales de provincia que tiene España, en 20 países de la América hispana, en 29 de los 50 estados que forman la Unión norteamericana, en 8 países de Europa, además de España, en 3 países de África y en uno de Asia, Tailandia.

Experiencias, anécdotas, historias y aconteceres ocurridos en tantos viajes darían para llenar varios tomos. Recuerdo, todavía con algo de miedo en el cuerpo, lo ocurrido un domingo en Tijuana, México, ciudad fronteriza con Estados Unidos. Hablaba yo en un templo grande, donde se congregaban unas 400 personas. En mitad de la charla veo entrar a un mejicano, puro mejicano: botas, sombrero, ropa de charro y una pistola al cinto, que acariciaba con la mano derecha. Se paseó por todo el templo mirando atentamente a las personas allí sentadas. Disimulando el susto se me ocurrió decirle: “Ya que ha dado usted la vuelta al ruedo déjeme seguir hablando”. Me miró fijamente y bramó: “Con usted no va nada”. Dos predicadores corpulentos, Rubén Medina y José Franco, lograron convencerlo y abandonó el local. Luego me explicaron que estaba algo bebido. Andaba buscando a un compadre suyo a quien quería matar vaya usted a saber por qué. Dios hizo que el compadre, miembro de la Iglesia, no estuviera allí aquél domingo. Tal vez habría corrido sangre.

El año 2006, ya transcurrido, fue especialmente intenso para mi. Prediqué ocho campañas evangelísticas en seis países de Hispanoamérica y Estados Unidos. La última fue entre el 14 y el 17 de diciembre en una ciudad no grande llamada Arcelia, en el estado de Guerrero, en México. En esta ocasión la campaña estuvo motivada por la inauguración de un edificio para la Iglesia. El sábado 16 me pidieron que hablara a los presos en la cárcel de la ciudad. Fui acompañado por José Almanza, ex presidiario, ex jefe de una mafia de la droga que operaba en México y Estados Unidos. Almanza es ahora un predicador de fuego, hombre muy consagrado, utilizado por el Señor para la conversión de centenares de personas. Expliqué la historia del carcelero de Filipos, siguiendo el relato de Pablo en Hechos 16:11-40.

Concluido mi trabajo, Almanza ofreció una invitación. Tres presos pasaron al frente. Cantamos un himno de gratitud al Señor. Finalizando la última estrofa avanzó otro hombre. Me pareció algo diferente a los tres primeros. Lo interrogué. Me dijo que era el director de la cárcel y quería ser bautizado. Le sugerí que fuera a la Iglesia al día siguiente, domingo, para hablar con tiempo y explicarle el significado de la conversión. Su respuesta me desarmó: “ Si el carcelero de Filipos que usted ha mencionado fue bautizado el mismo día que Pablo le predicó, yo también quiero ser bautizado hoy”.

José Almanza lo sumergió en las aguas de una pequeña alberca instalada en el patio de la cárcel, ante las miradas de un centenar de presos.

Al día siguiente, domingo, el director de la cárcel de Arcelia estaba sentado en el segundo banco del templo, participando del pan y el vino reservado a los creyentes.
Yo sigo a igual ritmo este año. No acepto dimitir. Hay que estar vivo hasta el final.
 

 


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